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HIGUERUELA 1954-1959.
CINCO AÑOS DE MI INFANCIA
O
LA VIDA EN UN PEQUEÑO PUEBLO RURAL.

(Cosme Colmenero López)

PARTE NOVENA:

LAS TIENDAS. LAS CESTAS DE LAS ESPECIAS. CARNICERIAS. PANADERIAS. VERDULERIAS. EL PESCADO. EL VINO. LA LECHE. LOS FIDEOS.LA TIENDA DE FEDERO.  MANOLO EL DE LA PORCELANA. LOS RECOVEROS. LOS CHARLATANES. LOS COMPRADORES DE HIERRO VIEJO.
OFICIOS ARTESANOS: LOS ALFAREROS. LOS ALBAÑILES. LOS CARPINTEROS- APERADORES. EL CORRIONERO. EL HOJALATERO. LAS FRAGUAS. EL HERRADOR DE CABALLERIAS.  EL  INSTALADOR.  EL  DE  LAS  SILLAS  DE  ANEA.  EL  RELOJERO.  EL TALLER DE BICICLETAS. LOS SASTRES. LOS BARBEROS.   LOS ZAPATEROS.   LOS AFILADORES Y LAÑADORES. LAS PELUQUERAS Y PEINADORAS. LAS BORDADORAS.

LAS TIENDAS.

Las familias vivían en gran medida de lo que ellas mismas cogían de sus huertas, así como de los productos de la matanza, “el mataero,” del cerdo y de las gallinas y conejos que criaban en el corral; para lo demás se abastecían en las tiendas, que eran muy numerosas, y en las que se encontraban legumbres, conservas de pescado, aceite, azúcar, etc.,  y productos de limpieza. Recuerdo las de Juan Perullo, en la calle San Antonio, la de Juan Mancebo, la de  Esteban Cano,  La tienda Nueva, la de Benito Mínguez, la de Antoñín, todas en la calle Ramón Franco; la de Porfirio, que ocupó la casa de la calle de la Iglesia donde antes había vivido mi familia;  la de Laureano Aparicio, la de los padres de Marcos y Paco, la de   Fidel, y la de Adrian, en la calle Santa Quiteria; la de Dolores Aparicio, en la calle Solana; la de Paco El Gafas, en la Plaza; y la de  Diego del Rey, junto al Jardín. También estaba el estanco, donde se vendía en régimen de monopolio los sellos y el tabaco; pero también se vendían otros productos, como en cualquier otra tienda. El estanquero se llamaba Paco, y su mujer, Juana, tenían tres hijas: Salud, que vivía fuera del pueblo, Anita, conocida como “la mis del estanco”, supongo que en alusión a que había sido reconocida como la más guapa del pueblo en alguna ocasión, y Paquita, que se hizo maestra y ejerció durante algunos años en el pueblo.


El estanco.

Anita estaba casada con Atanasio, y tenían tres hijos: Paquito, Pepito y Benjamín; Paquito creo que estuvo algún tiempo en un seminario o un centro parecido, pero volvió pronto; recuerdo que cantaba muy bien, y una de las veces que fue a mi casa, mi madre le dijo que cantara “la Campanera”.

De las tiendas citadas, había dos más  completas que las restantes: la de Benito Mínguez, en la que se podía encontrar cualquier cosas que se buscara, y si no lo tenía, lo traía al día siguiente de Albacete (Benito estaba casado con Josefina, una mujer muy mística;  tenían varios hijos: Martín, que se casó con un hija de Cesáreo, Esteban, que se casó con Encarnita, la hija de Manolo Verdejo; José María Ismael que se casó con Anita, y Antonio, que estuvo en el seminario;   y dos hijas : Paquita, y Mª  Josefa). Y la de Diego del Rey, que vendía también tejidos, bicicletas y otros productos que no se vendían en las restantes. Estas dos tiendas tenían otra cosa en común, y era el letrero de mosaicos con el nombre del  propietario, en letras negras o azules, sobre fondo amarillo, encima de la puerta principal. Y en el interior de la de Diego, había un letrero que decía “Precio fijo”.


Benito Mínguez, en la puertas de su tienda.

En la tienda de Diego del Rey comprábamos galletas de coco, tres por una peseta, y unas bolitas de caramelo, con forma y sabor de naranja o limón, también a tres por una peseta.

Como Diego del Rey era corresponsal de banca, había hecho su despacho  separando una parte de la tienda con una mampara de cristal en la que había una ventanilla con un cartel que decía “caja”.

Mi amigo Diego me comentó un día que su abuelo decía que “en los negocios que no se gana, se pierde” y esta frase, que puede parecer una perogrullada, encierra en sí misma uno de los principios básicos del capitalismo, cual es que los negocios se ponen en marcha para obtener beneficios, y que no basta con intentar “no perder” dinero, sino que hay que intentar, desde el principio, ganarlo.


(La tienda de Diego del Rey. En la foto, tres generaciones de la familia:
el matrimonio de Diego e Isabel; sus hijos Pepe y
Diego, y el nieto, Dieguito.

Entonces no había bolsas de plástico, y a las tiendas se llevaba   una cesta de hoja de palma, que llevaba grabado el nombre de la tienda que la había regalado; y es que, cada año, cuando se acercaba la matanza, cada familia compraba las especias necesarias para hacer los embutidos, y esta compra debía suponer una buena venta para la tienda, porque con dicha venta regalaba la cesta; luego, a quien llevaba la cesta de una tienda, pienso que le daría cierto apuro ir con ella a otra distinta.

Había ciertos productos que se vendían en tiendas específicas, como  la carne, el pan, las verduras, etc.

CARNICERIAS

En las carnicerías se vendía carne de cordero (o de oveja o de cabra), y no todos los días, sino solamente en ciertos días de fiesta, pues era un consumo de cierto lujo.

Recuerdo las carnicerías de  Antonio Rapao, la de Agustín, la de Cesáreo, la de Ignacio,que tenía un letrero pintado sobre la puerta, en el que se leía ”Carnecería Ignacio”,  la de Abilio, y la de mi tío Paco.

Cada carnicero se abastecía de reses de su propio rebaño, que pastoreaba él mismo o algún miembro de la familia; la venta de la carne la hacía normalmente la mujer de la casa.

Los ganaderos iban a Cuenca a comprar los corderos jóvenes,  Y una vez engordado el rebaño, se llevaba a vender al mercado  de Valencia; se metían los corderos en la caja de un camión, y se cubría ésta con una red para evitar que alguno se saliera. Además, como aquellos camiones tenían poca potencia, al subir el Puerto de Almansa, iban muy despacio, por lo que erra frecuente que desde la orilla de la carretera se subiese algún ladrón y se llevase un buen botín; para tratar de evitarlo, los camiones llevaban un perro lobo encima de la cabina, con el propósito de ahuyentar a los ladrones o, al menos, avisar con sus ladridos al chofer.

Mi tío Paco encerraba el ganado en un corral en la Fuente del Rincón; y Agustín tenía el corral en la Casica, junto a la Fuente del Cuerno.

Los rebaños, generalmente de entre 50 y 100 ovejas, se alimentaban totalmente de las hierbas del campo en el que pastaban. Los dueños de los bancales en los que pastaban los rebaños percibían una compensación económica, creo que del Ayuntamiento: “los pastos”.

Durante un tiempo, las reses se mataban en el matadero, una instalación para tal efecto, situada al final del pueblo, junto a las Alfarerías y a la carretera del Pozo. Pero mis recuerdos sobre el sacrificio de las reses en la casa de mi tío Paco, o en la de Agustín, que yo frecuentaba por ser amigo de Jacobo, son muy nítidos.

Se ataban las patas delanteras y traseras de la res, se echaba sobre un tablero en el suelo, y se le clavaba un cuchillo puntiagudo en la yugular, de forma que la sangre que salía se recogía en un recipiente colocado debajo; cuando ya había   salido la sangre, se aceleraba la muerte del animal clavándole otro cuchillo en el corazón.

A continuación, se soltaban las ataduras de las patas, y haciéndole un pequeño corte sobre la piel  en una de las piernas, se soplaba hasta que esta se despegaba de la carne; entonces se quitaba la piel con bastante facilidad; se colgaba abierta para que se secara hasta que viniera uno de los pellejeros de Abenjibre, para comprarlas.

Después se abría la res en canal y se colgaba con unos ganchos, hasta que viniera el veterinario y pasaran 24 horas para poder empezar a vender la carne. Excepto la cabeza, las manos, la sangre cocida, el hígado y alguna otra víscera que se vendían separados, el resto se vendía sin distinguir la parte del cuerpo del animal; es decir, si se pedía medio kilo de carne, te daban chuletas, pierna, punta de pecho, etc., etc. No era extraño que se pidieran “cuatro onzas”, que equivalían a   125 gramos aproximadamente. En todas las carnicerías había balanzas mecánicas, pero en la de mi tía Consuelo, la balanza seguía siendo de dos platillos dorados, en uno de los cuales se ponían las pesas de hierro, que a veces se completaban con monedas antiguas, y en el otro la carne.

Además,  las tripas se lavaban bien y se ponían en sal, para guardarlas hasta la época de la matanza del cerdo, en que se utilizaban para el embutido del salchichón, las morcillas o los chorizos.

PANADERÍAS

En los años cincuenta las panaderías, más que lugares donde se vendía pan, eran instalaciones donde se prestaba el servicio de cocido del pan y otras cosas. Porque cada familia cocía su propio pan, después de haber amasado la harina con agua y sal en una artesa en su casa y de haberle puesto un poco de levadura que le facilitaba el panadero; al día siguiente, la mujer llevaba la masa en el escriño a la panadería y allí se daba forma al pan y se cocía en el horno, a cambio de lo cual, el panadero se quedaba parte de la cochura.

Lo normal era que se hiciese pan para una semana, o más y cuando se iba a acabar, se volvía a cocer. Por ello, se comía pan blando uno o dos días, y el resto estaba más bien duro.

También se cocían en el horno las pastas de Navidad y la Fiesta de Santa Quiteria (rollos, magdalenas, galletas, mantecados, suspiros, etc.) y los hornazos para Jueveslardero y los panes con mosto.

Había tres panaderías: la de Antonio El Rojo de Valera, en la Replaceta (Antonio tenía cuatro hijos: Mª Juana, Antonio, Emilio y José Luis), la de Benito Marín, en la confluencia de las carreteras del Pozo y de Alpera (en ella trabajaba Benito, que era viudo, su hijo Antonio y sus hijas Bienve, Isabel y Gloria; otro hijo, Domingo, que era paralítico,  estaba fuera del pueblo aprendiendo el oficio de sastre), (Benito tenía un perro-lobo, al que llamaban Sultán. En el pueblo no había muchos perros; además de los citados, algunos pastores y cazadores tenían perros que les ayudaban en el oficio; sin embargo, en casi todas las casas del pueble había uno o más gatos),  y la de Durán, en la calle Santa Quiteria. En esta última, durante algún tiempo, se hacían bambas que Ricardo, nieto del panadero, vendía por la tarde, al salir de la escuela, por el pueblo gritando “vendo bambas”.

VERDULERIAS.

En general, cada familia consumía las frutas y verduras que cogía de sus huertas; no obstante, y de forma discontinua,  se podían compara estos productos en la verdulería de Isabel del Nubo, enfrente de la Iglesia;  Isabel era cuñada de Blas Sorel, que vivía en Játiva, y era quien le traía la mercancía a vender.

Pero a partir de cierto momento, se decía que por desavenencias familiares,   Blas dejó de surtir la tienda de Isabel, y abrió la suya propia en un almacén de la casa de El Pinturero, junto al cuartel viejo.

EL PESCADO.

En las tiendas del pueblo se podía comprar alguna conserva de pescado, como atún en aceite, sardinas en escabeche, y también sardinas saladas, que venían en una cuba de madera, y bacalao salado, que se cortaba con una especie de cizalla y se vendía en trozos. Pero en ninguna  se vendía pescado fresco.

Solo se podía comprar  pescado fresco en la Posada, pues de vez en cuando, llegaba algún camión, y mi tío Mateo decidía si se quedaba con un o varias cajas del pescado que fuera, generalmente sardina, sardineta, pescadilla, jureles etc. Entonces sacaba al portal una mesa con tablero metálico, inclinado, con un canalillo   en la parte inferior para recoger el agua, y colocaba las cajas de pescado cubiertas de hielo y mandaba a la pregonera que diese un bando y en poco tiempo se vendía todo.

EL VINO. LA LECHE. LOS FIDEOS.

Otros productos de consumo  eran el vino, que se compraba en la bodega de Blas Cano, en garrafas de arroba o de media arroba.

Se podía comprar fideos, en la casa de Anita  la de los fideos, en la calle Solana, donde ella misma los elaboraba.


A la derecha, Mara de los fideos, junto a Rosa Corredor y dos sobrinos de ésta.

Y la leche, que vendía María del Rey en su casa de la fábrica de harinas; en aquellos corrales tenían varias vacas de las que sacaban la leche, que ponían en unos recipientes de aluminio, desde donde la sacaba para echarla en las lecheras, también de aluminio, de quien iba a comprarla. Según recuerdo, era en primavera y verano cuando se hacía esta venta, y las muchachas bajaban a la fábrica para  comprarla, de forma un tanto festiva, como dando un paseo por la carretera.

LA TIENDA DE FEDERO.

Otra tienda especializada era la de Federo, enfrente de la carnicería de Abilio, en la calle Santa Quiteria, en la que se vendía solamente tejidos.

Federo estaba soltero, y era un hombre singular: cada mañana, al levantarse, se le veía bajar, desde su casa hasta los chorros, en camiseta, con una toalla al hombro y una zafa en la mano, para lavarse bien. Tal vez, con esta muestra de aseo, pretendiera contrarrestar la repugnancia que producía la enfermedad pulmonar que padecía.

MANOLO EL DE LA PORCELANA. LOS CHARLATANES. LOS RECOVEROS. LOS COMPRADORES DE HIERRO VIEJO.

Para terminar con este capítulo, voy a hacer unas breves referencias a mis recuerdos de otras formas de comercio que se daban en Higueruela en estos años:

a)  Con cierta frecuencia aparecía por el pueblo un señor al que conocíamos como Manolo el de la Porcelana, que se hospedaba en la posada, y cada mañana cargaba una carretilla con varios productos, en su mayoría prendas de vestir, y paseaba por las calles del pueblo para vender su mercancía, que cobraba en cómodos plazos.

b)  Otras veces eran unos personajes muy típicos, “los charlatanes”, que llegaban con un pequeño camión o una furgoneta, cargada de mantas, sábanas, otra ropa de cama y de hogar, y montaba su puesto en la puerta de la posada, y hacía ofertas de lotes de productos, por un precio no muy alto, e iba añadiendo productos al lote que ofrecía, de manera que cada vez se hacía más atractivo para las posibles compradoras, que rodeaban el puesto con gran expectación, acompañadas de los chiquillos y hombres viejos que había por allí, hasta que alguna   mujer aceptaba la oferta y compraba.

c)  También de vez en cuando, llegaba un recovero, un hombre que llegaba con un camioncillo, se ponía en la puerta de la posada, instalando una especie de puesto en el que compraba huevos, pollos y otros productos varios que les llevaban las mujeres del pueblo, que los habían ido guardando durante meses para venderlo y conseguir unas cuantas pesetas.

d)  No recuerdo si eran los mismos recoveros u otros comerciantes distintos los que, con igual técnica que los anteriores, recogían trapos, hierro viejo y otros metales (plomo, cobre, etc) que les llevábamos, en este caso, mayoritariamente los chiquillos.  Recuerdo como Cándido y yo guardábamos las piezas de metal que encontrábamos (herraduras, trozos de tuberías viejas, trozos de cable de cobre, alguna pieza perdida de un arado, etc., etc.) Y recuerdo también que estábamos muy advertidos de que no podíamos llevar  tornillos de los que sujetaban los raíles de  las  vías  del  tren  a  las  traviesas  de  madera,  porque  esto  podía  considerarse  un  delito, (sabotaje).

 

OFICIOS ARTESANOS: LOS ALFAREROS. ALBAÑILES. CARPINTEROS APERADORES. HERREROS. EL CORRIONERO. EL HOJALATERO. EL HERRADOR DE CABALLERIAS.   EL DE LAS SILLAS DE ANEA. EL INSTALADORLAS Y EL GUARDALÍNEAS. EL RELOJERO. EL TALLER  DE  BICICLETAS DE “EL ROSCAO” . LOS SASTRES. LOS BARBEROS. LOS ZAPATEROS. LOSAFILADORES Y LAÑADORES. LAS PELUQUERAS Y PEINADORAS. LAS BORDADORAS.

Algunos hombres del pueblo tenían oficios artesanos; unos  desaparecieron muy poco después y otros algo más tarde. Me refiero, en primer lugar a los alfareros, que dieron nombre a un barrio, el de Las Alfarerías,  que trabajaban el barro arcilloso muy abundante en Higueruela , fabricando pucheros, lebrillos, botijos, tazas, orzas, y otras piezas de cerámica, con un instrumento muy rudimentario, una rueda de madera que hacía girar con el pie, de la que salía un torno en el que se colocaba el trozo de barro que el alfarero iba moldeando con sus manos hasta darle la forma elegida; las piezas se metían después en un horno donde se endurecían por el calor.


Taller de alfarero.

Hay un estribillo en “Las manchegas” que dice: “La tierra de los pucheros es Higueruela…”, que hace alusión a este oficio de los alfareros, del que yo solo recuerdo a uno, Juan Miguel el de Prim, que dejó de trabajar siendo yo aun muy pequeño, y creo que nadie después   siguió el oficio, José Molina, Juan Pelanas, y no recuerdo si alguien más, eran albañiles.

Había varios carpinteros que trabajaban la madera, y, en algunos casos, los aperadores, fabricaban los carros y galeras.   Debajo del casino de El Maleno tenían la carpintería dos hermanos, Pascual y Obdulio Caldereta; también eran carpinteros los Verdejos, que tenían la carpintería  junto al casino que también regentaban; y Pedro El Chocero, que la tenía cerca del Calvario.      Había una familia que se conocía como “Los carpinteros”, que vivían en la calle Ramón Franco, junto al callejón de Las Martinotas, donde tenían el taller, pero que yo no recuerdo verlo en activo. Después se fueron vivir a un pueblo de Valencia

Había dos fraguas: la de José Zornoza, con quien trabajaban sus hijos Pepe y Aparicio, y la deJuan El Rano, situadas una muy cerca de la otra


(La fragua de Juan “el Rano”).

El corrionero, que tenía el taller casi enfrente del estanco, trabajaba haciendo aparejos para las caballerías.


El corrionero, su mujer y un nieto de ambos.


(Útiles del corrionero).

El hojalatero, como su nombre indica, trabajaba la hojalata, y hacía soldaduras con estaño. Era un hombre al que le faltaba una pierna, y andaba apoyándose en una muleta.

Antonio Belmar herraba las caballerías en el porche de su casa. Estaba casado con Encarna, y tenían tres hijos, Antonio, Pepe y Juan, y una hija, Catalina.


Antonio, Encarna y sus tres hijos.

Había otro hombre que hacía y reparaba los asientos de las sillas de anea, y aunque era cojo y a veces llevaba una pata de palo, era capaz de montar en bicicleta. Su madre se llamaba Leonor.

El instalador vivía en la calle Santa Quiteria, al lado de la casa de Paco Marín. Iba vestido casi siempre con un mono azul, y se encargaba de las reparaciones eléctricas, y del mantenimiento del transformador  que estaba junto a la casa de la huerta de Marcos, que también era el propietario. Y el guardalíneas procuraba mantener en buenas condicio nes los postes del tendido eléctrico. A pesar de sus esfuerzos, era muy frecuente que nos quedásemos sin luz, o que viniese con muy poca   fuerza y alumbrase muy poco.

Alfonso Sáez, que trabajaba como oficinista en el ayuntamiento, se dedicaba en sus ratos libres a reparar  y vender  relojes, en un pequeño taller que tenía en una habitación de su casa de la Plaza, entrando a la derecha.

Antonio El Roscao  arreglaba las bicicletas en su casa de la entrada del Corralazo; dos de sus hijos eran  Gloria y Pedro.


(Familia de “El Roscao”, en la barra del bar que abrió años después).

Había dos sastres: Paco Marín y otro, su hermano Porfirio.


La sastrería de Paco Marín. La mesa pequeña, la de cortar y planchar; sobre la mesa y en la pared, algunos utensilios propios del oficio.

Los  sastres  confeccionaban  ropa  de  hombre:  trajes,  pantalones,  chaquetas,  abrigos,  etc. Durante el año, el volumen de trabajo no era mucho, pero había dos momentos del año, en que era usual estrenar un traje: en la Fiesta de Santa Qujiteria y en Las Pascuas, y durante las semanas previas, el trabajo en las sastrerías era frenético; recuerdo que para ayudar en sus tareas a Paco en las semanas previas a la fiesta, además de que acudía alguna mujer, venía un sastre de Fuente Álamo, y cuando iban a ser las fiestas de aquel pueblo, Paco Marín le devolvía la visita

Los sastres cosían sentados delante de una pequeña mesa baja, y al lado había otra mesa, de altura normal, y de gran tamaño, en la que el sastre cortaba y planchaba. También había una o dos máquinas de coser.

Para coser una pieza, primero se hacía un cosido a mano, con grandes puntadas, que después, una vez cosida a máquina, había que quitar; de esta labor de desembastar se ocupaban, a veces los niños de la casa (Cándido, Ángel ) y en algún caso les ayudaba algún amigo (yo mismo lo hice más de una vez)

Mi abuelo paterno fue sastre; yo no llegué a conocerlo, y ninguno de sus hijos siguió el oficio, y no recuerdo haber visto que en la casa de mis tías restos de aquella ocupación de su padre.

Los barberos afeitaban y cortaban el pelo a los hombres, recuerdo las barberías de Antonio El Pollo, enfrente de la posada; tenía dos hijos, Vicenta y Paco;  la de José, en la calle Ramón Franco, frente a la casa de Don Pascual, el médico; José estaba casado con Alfonsa, y tenía un hijo, Pepe y tres hijas: María, Josefina y Angelita. Unos años  después, toda la familia emigró a Liria, un pueblo de Valencia; y la de Eleuterio, que atendían sus hijos Bernabé y Eleuterio, que se instaló donde antes había estado la carnicería de Ignacio, enfrente del casino de El Maleno. Creo recordar que Herminio El Tito había sido barbero.

Por aquellos años algunos barberos instalaron sillones mecánicos, que permitían echarlos hacia atrás o adelante tocando una palanca, pero en otras aun se mantenían los sillones fijos de madera.

Habitualmente, los hombres se afeitaban ellos mismos en sus casas, y raras veces iban a la barbería solo para afeitarse,  pero para el arreglo del pelo siempre se acudía a los profesionales.

Recuerdo una anécdota que ocurrió por entonces: Se había llegado a un acuerdo entre los distintos barberos de respetar el descaso de los domingos y otros días festivos, de forma que si alguien acudía uno de esos días para que lo arreglasen, debían negarse.

Pues bien,  horas después de que uno de ellos se negase  a atender a un cliente en un día de fiesta, se encontró con él por la calle y observó que alguien le había hecho el servicio; inmediatamente el barbero se fue al cuartel de la guardia civil a denunciar el hecho, y cuando interrogaron al cliente, se supo que había sido el hijo del propio barbero quién lo había afeitado. Todo quedó en nada, teniendo en cuenta que el muchacho estaba haciendo la mili y vino al pueblo por las fiestas, y su padre no le había informado del acuerdo adoptado.


Los zapateros hacían zapatos y botas a medida, y remendaban los viejos. Recuerdo el taller de mi tío Pedro, el marido de mi tía Rosario,   en la habitación que había en su casa, entrando a la derecha. Había una mesa pequeña, en la que trabajaba, con la cuchilla para cortar la piel y la goma de las suelas, la lezna, las agujas, los clavos y la cera para suavizar el hilo para coser.


(Mis tíos Pedro y Rosario).


La mesa de trabajo del zapatero.


Herramientas del zapatero.

De vez en cuando aparecían  por el pueblo un lañador, que remendaba cacharros, de cerámica (lebrillos, perolas, orzas, ) o de metal; a los primeros les ponía lañas de metal para unir las partes de la pieza que se había rajado; las de metal las soldaba con estaño.

Otras veces llegaba  un afilador, en bicicleta, sobre la que, mediante un artilugio, conectaba la piedra de afilar, y la hacía rodar a gran velocidad, afilando las navajas o cuchillos que las mujeres sacaban a la calle por donde pasaba al oír el sonido del silbato y las voces con que anunciaba su presencia


Varias muchachas alrededor de una mesa redonda, con los útiles de bordar en la mano. La primera por la izquierda, sentada, es Encarnita Verdejo; en el suelo, con gafas, Mª Josefa Mínguez y , a su lado,  Angelita, la del barbero. La foto, que se podría datar fácilmente por los almanaques que cuelgan de la pared, pienso, por la edad que aparenta Mª Josefa, podría ser de 1953 o 1954.

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No se puede decir que las mujeres del pueblo no trabajasen; es verdad que casi ninguna lo hacía  en  el  campo,  pero  todas  lo  hacían  en  su  casa,  realizando  todas  las  tareas  del  hogar  y cuidándolos animales; además, ya hemos dicho que en las tiendas, en las panaderías, etc, las mujeres de la casa participaban muy activamente; en las escuelas de párvulos y de niñas, las maestras eran mujeres, y la farmacia, muy pocos años después de esta época, fue regentada por una mujer, Dª Matilde. Y había oficios propios de las mujeres, como las peluquerías, en las que se arreglaba el pelo a las mujeres (no confundir con las barberías, exclusivamente para los hombres); a veces, alguna mujer iba a la casa de las clientas a peinarlas: estas eran las peinadoras; recuerdo a Isabel, hija de Blas el de Ginés, que iba a mi casa a peinar a mi madre.

Cada muchacha, desde que dejaba la escuela, ayudaba a su madre en las tareas del hogar, y por las tardes, preparaba  su ajuar, bordando  las iniciales de su nombre en sábanas, toallas, etc., etc. No obstante, había alguna profesional del bordado, que   lo hacía por cuenta de otras personas; recuerdo muy especialmente a mi tía María, que lo hacía con gran cuidado y  primor, poniendo todo su esmero en el trabajo, procurando que la tela o los hilos no se manchasen; se ponía unos manguitos de tela blanca, y al terminar cada día la tarea, envolvía la pieza, aun colocada en el bastidor, en papel de seda. Yo pasaba largos ratos mirando embelesado cómo iba enhebrando la aguja con hilos de seda de vivos colores, y cómo, puntada tras puntada, iba tomando forma la fresa,  la mariposa o el pájaro que bordaba.

 


Mi tía María en 1966, bordando. A su lado, mis padres.

   
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