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HIGUERUELA 1954-1959.
CINCO AÑOS DE MI INFANCIA
O
LA VIDA EN UN PEQUEÑO PUEBLO RURAL.
(Cosme Colmenero López)
SEXTA PARTE:
LA IGLESIA. LOS CURAS. EL SACRISTAN. LOS MONAGUILLOS. LAS MISAS EN LA CASA DE ROYO. LA VISITA DEL OBISPO. LAS NOVENAS DE NOVIEMBRE Y EL DÍA DE LOS SANTOS. EL CEMENTERIO. LA BULA.
Interior de la iglesia, con el coro al fondo. Abajo el Alar Mayor).
(Fachada principal de la iglesia.
Se puede apreciar la huella de los clavos que sujetaron durante la dictadura la lápida de l os caídos).
La iglesia era igual que ahora, solo que no tenía calefacción, por lo que en invierno hacía mucho frío.
En el año 1958, como se lee en un cartel de la parte superior izquierda, se restauró el altar mayor con la decoración que tiene ahora. El director de la obra era un hombre con un brazo inválido, y a mí me llamaba mucho la atención que a veces se quejaba de que le dolía aquel brazo.
El cura era Don Juan Cortés, que vivía con sus padres en la que entonces era la casa del cura, subiendo por las escaleras del casino de los Verdejos, a la derecha. Sus padres murieron en poco tiempo, y poco después murió él. Estaba bastante enfermo, y se decía que llevaba una especie de chaleco de metal en el pecho para sujetárselo.
Casi siempre estaba de mal humor, y cuando se enfadaba con los monaguillos nos gritaba: “Veros, veros de aquí, que os voy a pegar con el cíngulo”. Aunque a veces gastaba bromas que nos hacían reír a carcajadas, como cuando sacaba del armario una “caca” de cartón, que parecía de verdad, la ponía en medio de la sacristía y acusaba al primer monaguillo que entraba de que era suya. Y cuando veía que nos habíamos bebido el vino dulce de la misa, no se enfadaba mucho.
D. Vicente Ramos, el cura. Francisco, el sacristán.
Cuando murió D. Juan, vino D. Vicente, un cura joven, mucho más alegre, que nos enseñó canciones que cambió completamente la forma de llevar la parroquia.
El sacristán era Francisco, un hombre raro, por su tipo, sus largas y ahuecadas piernas, por sus formas de andar y, además, no tenía barba; tenía peor genio que D. Juan, y además, nunca nos gastaba bromas.
Vino con fama de que hacía muy buenos sermones, y recuerdo a alguien que se apresuró a felicitarlo por el sermón en la primera misa que dijo en el pueblo; a mí no me pareció para tanto.
Un año, creo que dentro de los que abarca este relato o, quizás alguno después, un día de Año Nuevo, cuando varias muchachas fueron a comulgar, el cura, Don Vicente, les negó la comunión porque habían estado la noche anterior en el baile de Nochevieja.
LOS MONAGUILLOS
Éramos chiquillos de ocho o diez años que ayudábamos al cura y al sacristán en las tareas de la iglesia; ayudábamos a misa, en las bodas, bautizos y entierros, y en las procesiones llevábamos la cruz y los ciriales con las velas. También nos hacíamos expertos en el toque de las campanas.
Con Ángel, en la procesión de Santa Quiteria de 1959.
Nuestro papel en las misas consistía en llevar las vinajeras al cura, levantarle la casulla cuando se arrodillaba, tocar la campanilla en los momentos solemnes, y poner la bandeja debajo de la barbilla de los comulgantes. Recuerdo el brío con que Aurelio tocaba aquella campanilla blanca con tres badajos, que era mucho más difícil de manejar que la de bronce, de un solo badajo.
Como éramos muchos, hacíamos turnos y lo que más nos gustaba era que nos tocara una boda, un bautizo, un entierro o una misa de difuntos, pues estos servicios eran pagados¸ nos daban una o dos pesetas por ayudar; y en las bodas, cuando invitaban al cura a la comida, siempre decía que no podía, pero que fuésemos en su lugar el sacristán y los monaguillos. Y nosotros, tan contentos.
Aurelio, Ángel, Cándido y yo, y un año después, Vicente y Agustín. Entre nosotros había una especie de jerarquía, normalmente el más veterano se consideraba superior a los demás, y esto le valía Recuerdo a Pepe el Chato que era uno de los mayores, y luego entramos para elegir el lado del altar en que se ponía en las misas, pues no eran igual uno que otro; para elegir llevar la cruz en las procesiones, etc., etc.
Cada día había una misa, y los domingos, dos, la primera a las siete o las ocho, y la segunda, a las once de la mañana. La misa podía ser rezada, lo normal, o cantada, que solían ser las de las once de los días de fiesta más solemnes.
Aurelio, Cosme y Cándido.
Pepe el Chato, Cosme y Ángel. Fiesta de Santa Quiteria en1957.
LAS BODAS.
Las bodas, todas religiosas por aquellos años, se oficiaba en la iglesia, adonde acudían los novios con los padrinos y el acompañamiento; cuando terminaba la ceremonia, se hacía una especie de pasacalles, con los novios y toda la comitiva, que iba gritando “viva los novios”, o “viva los padrinos”, y tirando petardos; muchas personas no invitadas, salían a la puerta de su casa a verlos pasar. El recorrido llegaba hasta el lugar de la celebración, que podía ser en la casa de la novia, o en el local del baile, donde se ponían una serie de mesas largas en las que se servía la invitación; a veces era un chocolate con pastas y otras veces una comida en la que el plato principal era la sopa de boda (sopa de menudillos de pollo, con pan). después de comer había baile hasta la noche.
Me acuerdo de la boda de Laureano Cano Aparicio y Mª Luisa Ibáñez, a la que asistí como invitado, no como monaguillo. En la comida me senté con Jacobo, Agustín y su primo Herminio, que eran sobrinos de la novia. Luego, por la tarde, recuerdo que estábamos en la casa de los padres de Mª Luisa, en la calle Nueva, y alguien le dio a la novia un sobre que le habían mandado; ella lo cogió y, mirando al trasluz, vio que llevaba dentro un billete de mil pesetas, y daba saltos de alegría, porque entonces era un gran regalo.
(La boda de Laureano y Mª Luisa, con los padrinos, Mauricia y Paco)
(Con Víctor y Tiburcio, en la boda de Laureano y Mª Luisa. 1958).
Herminio, Agustín, Víctor, Cosme y Jacobo, el día de la boda de Laureano y Mª Luisa, 17 de marzo de 1958).
LOS ENTIERROS Y OTROS ACTOS DE CULTO.
Los entierros eran de varias categorías: en los de primera, el cura acompañaba al cortejo hasta la puerta del cementerio; los de segunda, hasta la esquina de la casa de Antonio Rapao, y los de tercera, que lo despedía en la puerta de la Iglesia; según la categoría, así se pagaba al cura y éste al sacristán y a los monaguillos.
(Recuerdo el fallecimiento y entierro de Paco Mancebo, el marido de Mauricia Cano, que ocurrió por entonces, y que causó gran impacto debido a que Paco era un hombre joven. Sus hijas, Isabel y Maritere, que eran muy pequeñas, se quedaron en mi casa durante esos días).
A cada difunto se le hacían tres misas: la de cuerpo presente, el día del entierro, la de los ocho días, y la de cabo de año.
El campanario era uno de los lugares de dominio de los monaguillos (con permiso del sacristán, claro) pues desde allí tocábamos las campanas antes de cada misa, tirando de la cuerda que, atada a la campana, llegaba hasta un metro del suelo, y para cada tipo de misa, el ritmo de toque era diferente, de manera que quien oyera el toque, pudiera distinguir si era anunciando una misa de difuntos, una normal, un entierro, etc. ( En Semana Santa, entre el jueves y el domingo, no se podían tocar las campanas, y para anunciar los oficios se tocaba la matraca, una especie de cajón de madera que se movía con violencia para que sonasen los objetos que llevaba dentro).
Para subir al campanario había una escalera de caracol, con peldaños en los primeros tramos, y luego una rampa empinada; cerca del final había una especie de ventanuco por el que se entraba a la bóveda que cubría la nave de la iglesia; a veces nos metíamos y las lechuzas, palomas y otros pájaros que anidaban allí salían volando con gran revoloteo; ahora pienso lo inconscientes que éramos, pues no nos dábamos cuenta del peligro que había de que se hundiera el techo y cayéramos al suelo de la iglesia.
Durante el mes de noviembre, a partir del día de Todos los Santos en que se decía misa en el cementerio y se rezaba un sermón junto a la tumba de quien lo solicitaba para sus familiares, se celebraba cada tarde la novena de las ánimas; tengo un recuerdo muy marcado de aquellas tardes, en las que ya hacía bastante frío, se hacía pronto de noche, la iglesia estaba fría, el cura y el sacristán se ponían sus ropajes negros, se entonaban cánticos fúnebres (“Dies irae, dies irae…”), la luz eléctrica alumbraba poco y a veces se iba, la de las velas oscilaba dando a la barba negra, de varios días de D. Juan, a la cara imberbe de Francisco, y a todo en su conjunto un ambiente tenebroso , que nos asustaba a los monaguillos más novatos.
Recuerdo que en una ocasión en que acompañé al cura en un entierro hasta el cementerio, cuando él se marchó, yo me quedé allí y presencié como abrían un nicho para poner en el mismo, ya ocupado, el cuerpo del nuevo difunto, y pude ver con toda claridad el esqueleto del primero. A pesar de que pueda parecer extraño, aquella visión no me impresionó mucho.
En verano, como la familia del Marqués de Pescara, (D. José Sanchiz y Álvarez de Quindos) estaba en la Casa de Royo, y allí había una capilla, todos los domingos mandaba un coche a recoger al cura y a un monaguillo, para ir a decir misa; todos queríamos que nos tocara, pues además de montar en un coche, lo que en aquellos tiempos no era muy frecuente, nos gustaba el desayuno con que nos invitaban allí.
Unas veces llevaba el coche, un Seat 1200, el chofer (Luis se llamaba, que luego se casó con Rosa la de los Conejos) y otras veces lo conducía una de las hijas del Marqués.
El marqués era militar de aviación, y tenía una avioneta con la que en alguna ocasión sobrevolaba el pueblo con gran expectación de los vecinos.
(Recientemente he conocido a un Coronel de Aviación ya jubilado, D. Juan Núñez, y me ha contado que coincidió con el Marqués en la Base de Los Llanos, y me ha referido la anécdota, que yo conocía, pero no le daba mucha credibilidad, de que,cierto día llamaron al marqués desde la Casa de Royo porque necesitaban algunas punchas; el Marqués las compró, y cogió la avioneta y cuando estaba encima de la aldea, soltó el paquete, que al impactar con el suelo, se rompió y las punchas se esparcieron por todo el paraje).
(En esta foto de los toros en la Fiesta, aparece le Marqués, junto a D. Juan Cortés, el cura, y Paco Marín)
Dos fotos de los vecinos de la calle Ramón Franco adornándola para la visita del obispo.
En una ocasión vino al pueblo el Obispo; ya los preparativos fueron una fiesta, pues durante varios días preparábamos en la escuela las banderitas para recibirlo; el día de la llegada, salía mucha gente a la calle, y los niños formábamos dos filas en las aceras, agitábamos las banderitas y le dábamos la bienvenida gritando “¡Viva nuestro Prelado¡”<
En aquella visita ocurrió una anécdota, que yo no presencié, pero que contaba Cándido, y fue que en un momento en que el Obispo estaba con mucha gente, le preguntó a un niño, creo que era Martín, si se había tomado ya las sopas del desayuno, y éste le contestó diciendo: “no señor, yo no tomo sopas, yo como gazpachos”.
Cuando llegaba la Cuaresma había que ayunar y guardar abstinencia de comer carne ciertos días, según manda uno de los mandamientos; pero en aquellos años existía la posibilidad de librarse de esa obligación, sacando la “bula papal”, que se conseguía pagando una pequeña cantidad (una o dos pesetas); como prueba de esa bula, te daban un papel, escrito en latín, en el que, supongo, explicaría el asunto.
LA PRIMERA COMUNIÓN.
Cuando llegué a Higueruela estaba a punto de cumplir los siete años, así que muy poco después hice mi Primera Comunión. Iba con un traje que era una especie de hábito del Padre Damián; no sé por qué mi madre eligió ese traje, pero no conocí a ningún otro niño, salvo a mi hermano Pepe, que lo llevara.
Varios niños en su primera Comunión. Año 1950 o 1951.
Entre otros, Pepe Colmenero, Paquito el del estanco, Antonio el de Laura, e Ismael. Los acompañan el cura, D. Juan Cortés, el alcalde, Clamades Sáez, los maestros D. Julio Perete, D. Juan Manuel Martín Tereso y D. José Colmenero. De las otras personas que aparecen reconozco a José el de Juan Ramón, padre de Aurelio.
Para la comunión se hacían recordatorios, que eran unas estampas del Niño Jesús que por detrás llevaban escrito algo así como “Recuerdo de la primera comunión del niño/a fulanito/a de tal, que recibió al Señor el día tal de tal, en la Iglesia Parroquial de Santa Quiteria de Higueruela”. Al terminar la misa, cada niño, acompañado de su madre iba por el pueblo a visitar a sus familiares y otras personas de confianza y les daba un recordatorio; a cambio recibía algún regalo, que casi siempre eran unas pesetas, y, en el mejor de los casos, un duro.
Yo hice lo propio, pero al día siguiente mi madre se dio cuenta de que nos habíamos olvidado de ir a la casa de una persona a la que no podíamos dejar de darle el recordatorio, así que me cogió de la mano y fuimos a su casa; la mujer, que debía estar ofendida por el olvido, tomó el recordatorio y dijo “muchas gracias”, y yo me quedé un poco decepcionado pues esperaba que me diera un duro.
La celebración de la primera comunión solía consistir en tomar un chocolate con magdalenas con la familia más cercana; nosotros lo tomamos en casa de mis tías Consuelo y María, hermanas de mi padre, que vivían en la calle Ramón y Cajal, junto a la Plaza, enfrente del Ayuntamiento, con su madre, mi abuela Jacoba, a la que recuerdo sentada siempre en una mecedora, sin poder levantarse ni hablar, y otro hermano, mi tío Paco, al que no era raro referirse como Paquillo el Sastre, por su escasa corpulencia y por el oficio de su padre, mi abuelo Pepe, que murió antes de que yo naciera. Mi abuela murió en 1956, y yo, que era monaguillo, ayudé en el entierro; unos días después, estaba jugando con mis amigos y llevaba puestos unos calcetines negros que me había hecho mi madre; pasó por allí Laureano Cano, y con cierta sorna me preguntó si llevaba los calcetines como luto por la muerte de mi abuela.
Mis tres tíos eran solteros, y sus únicos sobrinos éramos mis hermanos y yo, por lo que nos tenían como si fuéramos sus hijos. Mi hermana Jobi vivió con ellas algunos años, incluso antes de que muriera mi madre.
LA MORAL “OFICIAL”. DESAFIOS.
Se puede decir que, en general, imperaba una moral social muy estricta, vigilada de cerca por la Iglesia, y apoyada por el sistema, que dictaba normas en apoyo de la misma, como la imposición de multas por blasfemar, y por la escuela, en la que la actividad de rezos y recomendaciones para asistir a misa iban parejas con los cantos y consignas “patrióticas”.
No obstante, la sociedad de Higueruela era plural, como lo es ahora, y como lo es cualquier comunidad humana, y no todos pensaban ni actuaban igual; incluso había quien desafiaba abiertamente aquella moral, y aceptaban los riesgos que ello podría traerles. De una parte, a pesar de que la iglesia se llenara todos los domingos en la misa segunda, la de once, y tuviese una “media entrada” en la misa primera, si nos fijamos en su aforo, podemos concluir que cada domingo asistían a misa no más de 500 personas, lo cual, para una población de unos 3.000 habitantes que tendría el pueblo por entonces, no supone ni el 20%.
Interior de la iglesia, con el coro al fondo.
En el baile; a la derecha. Martín Mínguez y ¿Benita Tolsada?
La habitual y numerosa asistencia a los bailes así como al cine, con independencia de la calificación moral de la película, eran otras muestras de ese distanciamiento del pueblo respecto de la moral oficial.
Durante la Semana Santa no había cine, y durante las horas de las procesiones, los casinos debían estar cerrados; lo primero se cumplía porque no se podía incumplir, pero lo segundo, se sorteaba cerrándolos, pero dejando dentro a la gente que quería quedarse, que no era poca.
Y desde el punto de vista individual, también hay ejemplos de aquella resistencia a la moral oficial; me refiero al caso de María Rosillo, que era una señora soltera, que vivía en la última casa del pueblo antes de la fábrica de harinas, como ya he indicado antes, y que acogió en su casa a un hombre, José “Rosillo”, con el que acabó conviviendo como marido y mujer, pero sin casarse. Esto le costó a María cierto desdén y apartamiento de sus antiguas amistades, y el apartamiento de los ritos eclesiales; sólo después de la muerte de José, cuyo entierro recuerdo como muy raro, por inhabitual, sin acompañamiento del cura, sin pasar por la iglesia, y con sepultura en el cementerio civil, y tras ostensible manifestación de arrepentimiento, pudo volver a la iglesia, tocar el armonio y cantar en el coro en las misas solemnes.
Otro ejemplo que me permito citar, aunque se produjo fuera del pueblo, es el de un hombre de la familia de xxxxxxxx que había emigrado con su familia a Villena, donde vivía; allí dejó a su mujer, y se junto con otra; esto era un divorcio, en una época en que estaba absolutamente prohibido. Recuerdo que algún amigo me contaba el rechazo expreso que sufrió el hombre por parte de una hija que vivía en Higueruela, cuando aquél vino al pueblo.
Por último, aunque no estoy muy seguro de que sea este el apartado más adecuado para mencionarlo, recuerdo el caso de un hombre que se suicidó ahorcándose en su casa.
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