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HIGUERUELA 1954-1959.
CINCO AÑOS DE MI INFANCIA
O
LA VIDA EN UN PEQUEÑO PUEBLO RURAL

(Cosme Colmenero López)

TERCERA PARTE:

LAS PANDILLAS. MI PANDILLA. NUESTROS JUEGOS. LOS VERANOS Y LOS INVIERNOS

Los niños formábamos pandillas, según el barrio donde vivíamos y la edad; por  un lados los chiquillos y por otra las chiquillas, aunque no era raro que nos juntáramos para algunos juegos o para hacer alguna excursión.

Mi pandilla la formábamos  Aurelio Bueno, Cándido Marín, y yo, como núcleo más permanente, que habíamos nacido los tres en el año 1947; también estaban Jacobo Ibáñez,  Diego del Rey  y Ángel Marín, que tenían un año más, y que salieron del pueblo para estudiar,  años antes de que lo hiciera yo ( Jacobo fue a Almansa, al Colegio Episcopal,  Diego fue a Murcia, bajo la tutela de su tío de igual nombre,  al Colegio Maristas, y Ángel  fue al Seminario, aunque no acabó siendo cura); y Ricardo Durán;   y con un año menos de edad,   también se juntaban con nosotros  Agustín, hermano de Jacobo, Ricardo Collado, Vicente Ferri, Cesáreo y Fernando. No tan integrados, tal vez porque llegaron al pueblo algunos años después, estaban  Juan y Matías López Collado.

 


Cándido  Marín con su familia y alguien más, en la puerta de su casa.

Los padres de Cándido eran Paco Marín, sastre, y Ana María, y tenía un hermano, Amable.


(En esta casa vivía Vicente Ferri con sus padres, Adrián e Isabel)

Los  padres  de  Aurelio  eran  José  El  de  Juan  Ramón, agricultor, y María, y tenía  tres hermanos: Mª Paula, Juan Ramón y José.

Jacobo y Agustín eran hijos de Agustín, ganadero y carnicero, y después casinero, y de Quiteria, y tenían dos hermanos mayores: Víctor, que se casaría luego con Mª Paula, y Aurelia.


(La casa de los padres de Jacobo y Agustín, donde
vivían y tenían la carnicería, hasta que se mudaron al casino).

Diego era hijo de  José del Rey y Ascensión, y tenía una hermana mayor, Isabel, que murió en la adolescencia, y dos menores: Juanito y Domi.  (Recuerdo el bautizo de Domi, en el que yo participé como monaguillo, y en el que le impusieron los nombres de Domitila, María, Elia y Leandra; decían que Domitila, por su abuela materna, María, por su tía, la hermana de su padre, Elia por la madrina, que fue Elia Cano, y Leandra por el santo del día en que nació)

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EL BAUTIZO DE DOMI DEL REY

Aquí aparecemos casi todos los chiquillos de mi pandilla (Cándido, Aurelio, ángel, Jacobo, Diego y yo). Además está Fernandito, hijo de un maestro, Juanito, el hermano de Diego, Isabel y Mª Tere Mancebo y otros que no reconozco.

(Un inciso. A propósito de los nombres que se imponían a los hijos, la costumbre era bautizar al primer hijo varón con el nombre del abuelo paterno, al segundo, si lo había, con el del abuelo materno; a la primera niña, con el de la abuela paterna y a la siguiente, con el de la materna; cubiertos estos compromisos ineludibles, ya se podían poner a los hijos siguientes el nombre que gustase. A veces, se mitigaba el efecto del nombre del abuelo/a, si parecía feo, añadiendo uno segundo que sonase mejor, con el que se llamaba al niño/ a partir de entonces.

Así se hizo con mi hermana, que se debía llamar Jacoba, como mi abuela, pero como este nombre parecía feo, se le puso también Consuelo, como una de mis tías)                     .


Con Jobi, cuando ella tenía 5 años.

Mi madre me contaba que cuando yo nací se planteó ponerme el nombre de Paco, como un hermano suyo que había muerto en la guerra, pero su padre, mi abuelo Cosme le dijo: “Serás la primera en el pueblo  que no le ponga a su hijo el nombre de su padre”, y aquello fue suficiente para que me bautizaran, siguiendo la tradición, con el nombre de mi abuelo.

Creo que tuvieron que pasar muchos años   hasta que se rompiera por primera vez esta costumbre o tradición).

La familia de Diego vivía en la casa de sus abuelos Diego e Isabel, junto al jardín, en la que tenían la tienda en la que trabajaba el padre. Eran una gran casa, de gran superficie, con un corral enorme, que incluía un huerto con su balsa; era la única, que yo recuerde, que en aquellos años tenía cuarto de baño, incluso con bidé, y con agua corriente, gracias a un depósito colocado en el tejado, que llenaban con agua del pozo del huerto. Quizás este adelanto se debiera a la profesión de su tío  Diego, que era Ayudante de Obras Públicas. Este Diego del Rey, vivía en Murcia, y estuvo soltero hasta  que, con 39 años, se casó con Mari Luz Carrión, sobrina de Marcos Gómez; era un personaje muy popular por su carácter abierto. Recuerdo que en aquellos años hizo un viaje a París, y desde allí enviaba tarjetas postales a sus padres, y en una de ellas, le decía a su sobrino, que por entonces no era muy buen estudiante,  “estudia y vendrás a París”; de aquel viaje trajo unas diapositivas de un cabaret de París que nosotros,  los chiquillos, veíamos a escondidas, con una mezcla de regocijo y de escándalo ante tanta belleza semidesnuda.


(La casa de Diego, donde su abuelo tenía la tienda, en la actualidad).

A Diego le traían todos los años un gavilán cuando aún estaba en “pelo malo”; lo llamábamos “Toscanini”, y lo criábamos entre todos, y cuando ya volaba, salía a cazar pájaros sin alejarse mucho de la casa, hasta que el día menos pensado ya no volvía; y al año siguiente, vuelta a empezar.

Ángel era hijo de Porfirio Marín y de Isabel Aparicio. Era el mayor de los hermanos; le seguían Maribel, Quite y Juan.   Porfirio era el cartero del pueblo, y además, sastre y tendero, y cuando no había maestro de música titular, también hacía este oficio; quizá por eso un día oí decir a Quite: “Lo menos cuatro carreras tiene mi padre, y aun así no podemos vivir bien” (lo que Quite tal vez no supiera es que por entonces, si bien ya no se pasaba hambre, casi nadie vivía bien).


(Porfirio, padre de Ángel, al frente de la banda de música).

En la pandilla de  niñas con la que teníamos más relación estaban Anita, Maribel  la hermana de Ángel; Angelita la del barbero, Vicenta, Clarita y Consuelo, prima de Aurelio.
Maribel fue el primer amor  de  mi  vida. Era  un  amor platónico,  y nunca  le expresé    a  ella mis sentimientos; pero todos mis amigos lo sabían; y creo que ella también lo sabía, y que sentía lo mismo por mí.


(Felipe, Aurelio, Diego y yo. Las chicas son Consuelo, Resti, Socorro y Maribel.
La foto debe ser del año 1964 o 65).

En los veranos venían al pueblo muchas familias que vivían fuera, y si tenían hijos, estos se juntaban con alguna de las pandillas; recuerdo a Felipín, a Paquito el de D. Aquilino, a Herminio, un primo de Jacobo, que vivía en Bonete y tal vez alguno más. También recuerdo a Cati-Vir y  a Mari Tere, de la pandilla de las niñas.

NUESTROS JUEGOS.

Pasábamos el tiempo con nuestros juegos, que no siempre eran los mismos, pues de un día para otro, algún juego que estaba de moda, se olvidaba y, lo mismo, empezábamos con otro.

Jugábamos al gua, con las bolas, que podían ser  de barro, las más abundantes y baratas, de china, de distintos colores; de cristal, o de hierro. Según ganásemos o perdiésemos en el juego, aumentábamos o disminuíamos nuestra colección de bolas.

Otro juego era con las carpetas, que hacíamos con cartas de barajas viejas, partiéndolas por la mitad en sentido longitudinal, y trenzando las dos partes; si metíamos una carpeta dentro de otra, teníamos un carpetón. Con ellos jugábamos a las caras, a la pared, al “arrimao”, al palmo, etc. Estos mismos juegos los hacíamos a veces con los santos, que eran la cara superior de cajas de cerillas, o con perras gordas o chicas (monedas de diez o cinco céntimos, que eran de una aleación de aluminio y pesaban muy poco; otras monedas eran de  50  céntimos (dos reales), de  una peseta, y de dos cincuenta pesetas (diez reales). Aun se encontraban monedas de uno, dos o de veinticinco  céntimos (un real), pero ya no eran de curso legal Y había billetes de una, cinco, veinticinco, cincuenta, cien y mil pesetas).

Con una pelota jugábamos a los hoyos, o a la rata, tirándonos con la pelota para darle con ella a alguno de los jugadores.

Jugábamos al zompo, o trompo, que era una pieza de madera en forma de peonza, con una púa metálica redondeada. Nosotros cambiábamos la púa original por otra puntiaguda, para intentar clavarla en el zompo de otro jugador, dejando una huella bien visible y, si podíamos, rajarlo. Algunos zompos tenían una cresta de madera en la parte superior, y en la apreciación de los mismos, porque no todos eran igual de buenos, influía mucho la clase de madera de la que estaban hechos: si eran de chopo, malo, porque es una madera blanda y se podían rajar con facilidad. Normalmente jugábamos al redondel, un círculo que marcábamos con la púa del zompo en el suelo y sobre el que cada jugador tiraba el suyo con la intención de golpear en otro que ya estuviese bailando dentro.

Era frecuente  decorar nuestros zompos, para que al bailar quedasen vistosos; les pintábamos la coronilla con azafrán o pimentón u otro producto que no se borrara fácilmente.

Para hacerlos bailar, les liábamos la cordeta, lo que era un verdadero arte, y de cuya perfección dependía, en gran medida, que el zompo bailase más o menos. En un extremo de la cordeta se hacía un nudo, y a veces se le ponía una moneda agujereada para sujetarla mejor entre los dedos; el otro extremo se colocaba junto al zompo y se liaba alrededor, empezando por la púa y subiendo hacia arriba; recuerdo que el primer paso de esto de liar el zompo era chupar la punta de la cordeta antes de empezar a liarla.

Otro juego era el tranco, con un palito afilado por las puntas, que golpeábamos con una especie de pala de madera haciendo que se levantara por el aire, y dándole fuertemente con ella para enviarlo lo más lejos posible; el que más lejos lo mandaba, ganaba. Y con los rulos, aros de metal o de hojalata, que empujábamos con un gancho (llave, lo llamábamos)  para hacerlo rular mientras corríamos, con él delante, por la calle o la carretera.

Antes de hacerse el campo de futbol justo debajo de la Cooperativa,  jugábamos al futbol en las eras, generalmente con un balón de goma. Poníamos dos piedras en un lado de la era y otras dos enfrente, y ese era el campo de futbol.   Para formar los dos equipos había que repartirse los que estábamos allí; el reparto se hacía eligiendo los dos críos que mejor jugaban    a los otros niños; La preferencia para elegir el primero se conseguía “echando pies”, que consistía en que los dos que iban a elegir, se ponían enfrente uno del otro, a unos cuatro o cinco metros de distancia, y avanzaban el uno hacia el otro poniendo un pie delante del otro, hasta que se encontraban los dos, y cuando quedaba un espacio menor que un pie, pero mayor que la anchura de este, aquel a quien le correspondía, ponía el pie y decía: “monta y cabe”, y comenzaba la selección.

También había juegos en los que el instrumento principal era nuestro propio cuerpo: el pirulín, la filoresa, el marro, y otros.

Teníamos otras formas de entretenernos. A veces íbamos a buscar nidos; en el suelo de los bancales anidaban algunos pájaros; otros los hacían en los árboles o en las cepas y los gorriones, tejainos se llaman en Higueruela, en los tejados. Cándido y yo éramos especialistas en esto de buscar nidos, y cuando encontrábamos uno parecía que teníamos un tesoro, que debíamos cuidar hasta que los pajarillos estuvieran dispuestos a volar, en cuyo momento los cogeríamos para enjaularlos. Pero claro, cuando llegábamos a este momento, los pájaros se habían ido del nido y nosotros nos quedábamos con tres palmos de narices. Las abubillas anidaban y se refugiaban en agujeros en las paredes de arena de las cinglas; metíamos la mano a ver si las cogíamos y nos   recibían con una descarga de su vientre, que nos ponía el brazo perdido.

En ciertas épocas del año nos hacíamos tirachinas, que estaban   formado por   una llave u horquilla, sacada de una rama de árbol en forma de “Y” a la que atábamos dos cintas de goma, de unos veinte o veinticinco centímetros, que sacábamos generalmente de algún neumático viejo, y que tenía distinto grosor, y valor para nosotros, según fuera de bicicleta, de moto, de coche o de camión; estos últimos eran tan duros que solo los chiquillos de más edad  los podían tensar y manejar. Por el otro extremo, las gomas se unían atándolas con una cuerda a la badana, trozo de cuero en el que se colocaba la piedra, que se sujetaba con la mano izquierda mientras que con la derecha se cogía la llave y entre ambas manos se tensaban las gomas, de modo que al soltar la badana se distendían y la piedra salía lanzada a gran velocidad, y si impactaba en el blanco, generalmente un pájaro,  un gato o un perro, y en alguna ocasión la jícara de un poste de la luz, podía llegar  a matarlos o romperla.

 

En verano íbamos a poner liga para coger pájaros vivos y, si eran cantores, enjaularlos. La liga era una masa pegajosa, hecha con crepé de suelas de zapatos, o con aljonje, sustancia de la raíz de unas plantas, que se ponían a cocer a fuego lento en agua. Después, con un palo, se untaba la liga en unos espartos, y estos se clavaban en el suelo, alrededor de las charcas de agua en las que acudían los  pájaros a  beber, quedando  imposibilitados  para  volar  por  los  espartos  pegajosos  que  se  les adherían a las alas. Pero no creáis que poner los espartos  era fácil, pues requería cierto arte en la colocación, ni demasiado altos para que los pájaros se acercaran al agua sin pegarse, ni demasiado bajos.

En nuestros paseos por el campo, cazábamos grillos, saltamontes o lagartijas que guardábamos en cajas de cerillas vacías.

A veces encontrábamos una palmera recién nacida, y la trasplantábamos   a algún sitio que creíamos seguro, para cuidarla y que creciera. Acudíamos cada día a regarla y, por exceso de agua o por lo inapropiado del clima de Higueruela, siempre  se nos moría.

En alguna ocasión preparábamos una especie de cohete con un bote vacío, un poco de carburo y agua; lo medioenterrábamos, le aplicábamos fuego, y subía por los aires.

También nos entreteníamos juntando cromos o estampas para algún álbum.   Uno que tuvo mucho éxito era de cromos de animales, que salían en unas chocolatinas; las comprábamos en la tienda por una peseta, más interesados en que nos saliera el cromo que nos faltaba que en comernos el chocolate; había un cromo de un mono, llamado perezoso, que salía muchísimo, y por eso carecía de valor.

Otras veces los cromos eran de películas famosas, coma el de “El Último Cuplé”; eran estampas con fotografías de escenas de la película, de papel satinado, de mayor tamaño que los cromos de animales, y recuerdo que Fernandito, el hijo de un maestro, decía que su padre no le dejaba coleccionarlo porque “es inmoral, y las mujeres van muy mal vestidas”; también me acuerdo que habían otros de “Sissi” y de “Sissi Emperatriz”.

También en aquellos años tuve mi primera experiencia sexual como espectador. Fue un día en que varios de los chiquillos de la pandilla nos fuimos al salir de la escuela con uno de los hijos de Blas Sorel, que también se llamaba Blas y que tenía varios años más que yo; nos fuimos a la pared de la casa de Víctor, en la calle Nueva, donde había un montón de piedras; nos quedamos allí un rato, y Blas se sacó la pirula y se masturbó delante de nosotros.

Una costumbre era que los niños saludasen (buenos días; buenas tardes) a los maestros o al cura cuando se encontrasen con alguno de ellos en cualquier sitio que fuese; si estábamos jugando y veíamos al cura o a uno de los maestros, dejábamos el juego y nos acercábamos a darle el saludo.  En un viaje que hice con mi padre a Albacete, íbamos por la calle y nos cruzamos con un cura (en aquellos años no era difícil identificarlos, pues siempre llevaban la sotana) y me solté de la mano de mi padre para acercarme al cura y darle los buenos días; aquel hombre me miró muy serio y ni me contestó.

LOS VERANOS Y LOS INVIERNOS.

El clima era muy extremado; los veranos eran muy calurosos, como ahora, pero los inviernos eran mucho más fríos que los actuales; tengo la impresión de que todos los años nevaba, y a veces se cubrían las calles con más de medio metro de nieve, y abríamos caminos con una pala quitando la nieve desde la puerta de nuestra  casa hasta el centro de la calle; hacíamos muñecos de nieve y los chiquillos jugábamos a tirarnos bolas;  era frecuente que se helara el agua del pilón del jardín y que se formaran chuzos de hielo en las canaleras;  muchas mañanas aparecía el campo cubierto de una capa de escarcha que le daba un aspecto parecido a cuando nevaba; también llovía bastante, y como las calles eran de tierra, durante mucho tiempo estaban llenas de barro.

En invierno hacía mucho frío, mucho más que ahora, o al menos eso me parece a mí. Los días de diario los pasábamos casi enteros en la escuela; al salir, quedaba poco tiempo de sol, y nos íbamos pronto a nuestra casa. Pero los días que no había escuela lo pasábamos mal, porque con la ropa que llevábamos, siempre de pantalón corto hasta que teníamos catorce o quince años, y un jersey gordo de lana, hecho por nuestra madre, era difícil   aguantar el frío; además, había pocos sitios donde resguardarnos; en los casinos, donde estaban los hombres y se estaba caliente, no querían ni vernos; en cuanto asomábamos por la puerta, nos echaban a la calle y  en nuestras casas éramos un estorbo para nuestras madres, por lo que recuerdo pasar las horas yendo de un sitio para otro, sin saber adónde meternos hasta que llegaba la hora de comer o de cenar y nos íbamos a nuestra casa.

El único sitio al que podíamos acudir era el Frente de Juventudes, un local junto a la fuente de la Plaza en el que se estaba caliente porque había una estufa de carcacho y podíamos leer tebeos del Jabato, del Capitán Trueno, de Roberto Alcázar y Pedrín, el TBO, de Jaimito, o de Hazañas Bélicas, y jugar al dominó, al ajedrez, al parchís o a alguno de los juegos de una caja de Juegos Reunidos Geiper que compraron un año. Sin embargo, no creo que se  abriese todos los años, porque  el recuerdo de corretear sin rumbo por las calles lo tengo como grabado a fuego.

El hombre que abría y cerraba el local, encendía la estufa y ponía un poco de orden entre los chiquillos era José Cruzado, que por entonces ya debía tener cerca de ochenta años, que había servido en Filipinas cuando aún eran españolas, y que nos contaba historias y aventuras de aquélla época, que a mí me entusiasmaban.

El motivo de acudir al Frente de Juventudes ya he dicho el que era; desde luego no recuerdo nada de política; pero en una ocasión, uno de mis amigos dijo que en su casa le habían dicho que cuando muriera Franco se podía dar la vuelta a la tortilla, y era mejor no acercarse por allí.

   
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