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HIGUERUELA 1954-1959.
CINCO AÑOS DE MI INFANCIA
O
LA VIDA EN UN PEQUEÑO PUEBLO RURAL.

(Cosme Colmenero López)

PARTE UNDECIMA:

LAS CASAS. LA CALEFACCIÓN. EL CISCO. LA LUZ ELECTRICA,   LAS VELAS, LOS CANDILES Y LAS LÁMPARAS DE GAS. LA ALIMENTACION Y EL VESTIDO. ANIMALES DOMÉSTICOS.

Las casas del pueblo eran muy diferentes según estuviesen situadas en la zona más antigua y alta o en la zona baja y más moderna.

La estructura urbana influye mucho en la configuración de las viviendas (aunque hay que tener en cuenta que las casas no sólo eran la vivienda para las personas, sino almacén para los productos agrarios, cuadra para las caballerías y corral para gallinas, conejos y cerdo); en las más antiguas, con las calles escalonadas, como ya hemos señalado, era casi imposible que tuviesen corral amplio, con entrada independiente de la de la vivienda.

Sin embargo, las casas situadas por debajo de las calles Ramón Franco y Santa Quiteria, casi todas tienen un corral de gran extensión, con cuadras, gallineros y gorrineras, y con una escalera que sube  a la cámara (además hay otra escalera desde el interior de al vivienda),  y al que se accede por unas portadas que permiten pasar los  carros, independientes de la entrada para las personas.


La casa donde vivía la familia de Aurelio.
Puede verse la entrada a la vivienda y las grandes portadas de acceso de
animales y carros al corral, cuadras y cámara.

Casi todas las casas, incluso las de la zona antigua, tenían dos plantas, dedicándose la baja a vivienda y la de arriba, la  cámara, a almacén de granos y a lugar para guardar trastos.

(Pero que no se confundan los más jóvenes, pues   en la zona nueva del pueblo se han construido  más recientemente  barrios enteros con una fisonomía totalmente diferente a lo que era tradicional, con casas más adaptadas a las necesidades actuales, pensadas más para los coches que para los carros).

En las casas había varios dormitorios y, en algunos casos, se dedicaba una habitación   a comedor y sala de estar, que, a veces, coincidía con la habitación donde se instalaba la carnicería, el taller del zapatero   o la barbería; todas tenían una cocina con chimenea en la que se encendía la lumbre para cocinar; en muchas casas la cocina era también el comedor y la sala de estar, sirviendo la lumbre, o el rescoldo de la misma, como calefacción.

No había cuartos de aseo, y las necesidades se hacían en la cuadra; no había agua corriente, y la que se necesitaba para beber, cocinar, asearse, lavar la ropa, dar a los animales, etc, se recogía en la fuente más cercana.

Las personas nos lavábamos en una zafa o palangana de porcelana o cerámica que solía estar en un cuarto junto a la cocina, o  que se sacaba al corral; en algún lugar todas las casas tenían el lavadero, con una pila de piedra o de mampostería, con la losa incorporada, o sin ella, y en este caso se ponía una portátil de madera; aquí se lavaba la ropa, si es que no se iba al Charco a hacerlo; lavar la ropa era   un proceso largo, que empezaba con el enjabonado, después se dejaba la ropa un tiempo “en jabón”, y después se frotaba, se enjuagaba y se tendía a secar, en general en unas cuerdas que había para tal fin en el corral o en la cámara. El jabón para lavar se compraba en las tiendas, o se hacía en la propia casa, con grasa y sosa.

Junto a la pila de lavar, o en otro lugar de la cocina, estaba la pila de fregar, donde se fregaban, a mano, por supuesto, los platos, pucheros, cubiertos, etc; para esta tarea se utilizaba un estropajo de esparto y arena “de fregar”, que era arena natural, traída de cualquiera de los muchos lugares del pueblo donde se podía coger.

Todo esto se hacía con el agua de la fuente, siempre fría, por lo que a veces, para templarla, se calentaba en un cacharro en la lumbre, parte de la que se iba a utilizar.

Por supuesto, no había calefacción  de radiadores como la conocemos ahora; además   de la lumbre, como medio de calefacción se utilizaba el brasero, un recipiente de metal, con dos asas, que se llenaba de brasas de la lumbre, y se colocaba debajo de la mesa camilla, alrededor de la cual se sentaba la familia a comer y las mujeres por la tarde; de vez en cuando había que remover la brasa para que se notase el calor, lo que se hacía con una paleta, también de hierro, que siempre estaba junto al brasero. Para que durase más, se le añadía cisco, carbón vegetal, que preparaba  un vecino del pueblo cerca de la Hoya Mañas. El calor del brasero hacía que a las mujeres les salieran “cabras” en las espinillas, y algunas se ponían unas polainas de cartón para evitarlo.

En mi casa, además de la lumbre, teníamos una estufa que funcionaba con aserrín; era una estufa de hierro, agujereada en los sitios estratégicos, para que tuviera “tiro”; la estufa se llenaba de aserrín, bien apretado, pero había que dejar unos conductos libres, para que entrara el aire, y ardiera bien; para ello , antes de cargarla, colocábamos unas piezas de madera que había preparado mi padre, una horizontal en la parte  de abajo, y otra, vertical, en el centro, y luego la llenábamos  y apretábamos el aserrín con una especie de mazo, también de madera.

Una vez encendida, el aserrín ardía muy lentamente, de forma que duraba toda la mañana, y mi madre ponía en ella el puchero o la olla con la comida; además, después de cocinada la comida, se sacaba el rescoldo y se ponía en el brasero, que, bien administrado, daba calor durante toda la tarde.

Los muebles eran escasos: además de la cama, en cada dormitorio había una mesilla y una silla; en la cocina había sillas bajas, con el asiento de anea o de guita,  para sentarse alrededor de la lumbre; en la habitación de estar  había una mesa camilla y varias sillas de madera, también con el asiento de anea. En alguna habitación de la casa había alguna percha colgada de la pared.

Los utensilios de cocina eran los estrictamente necesarios, pero no faltaba el badil, las tenazas, las trébedes y unos semicírculo de hierro con salientes para sujetarse, en  los que se apoyaban los pucheros en la lumbre para evitar que se volcaran.

Para barrer se usaba la escoba de palma, y el recogedor, de madera; y el suelo se fregaba arrodillándose la mujer y pasando el trapo de fregar.

Todas las casas tenían luz eléctrica, con una instalación de cables que eran unos cordones entrelazados, que desde el contador, en la entrada de la casa, unía los distintos interruptores, las llaves de la luz, generalmente de porcelana, con las lámparas, colgadas en el centro de la habitación, que solía estar formada solamente por el casquillo y la bombilla o  pera.

La luz era muy débil, y se iba con mucha frecuencia; cualquier pequeña inclemencia del tiempo, y a veces sin ella, hacía que se cayese algún palo de la luz, y nos quedábamos a oscuras; por eso siempre había velas para encenderlas en   estos casos, y también teníamos el candil, un   pequeño recipiente de hojalata, en el que se ponía aceite y una mecha, la torcida, que se encendía cuando hacía falta; tenía un gancho para poder colgarlo de la chimenea o de una puncha en la pared. Por aquellos años empezaron  a llegar lámparas de gas, que se utilizaban cuando se iba la luz.

En el pueblo casi nunca se cerraban las puertas de las casas y cualquiera podía entrar sin llamar. En mi casa, para poder entrar sin necesidad de llamar, mi padre hizo un agujero en la puerta de la calle, y por él metió una cuerda que ató al picaporte, de forma que tirando de la cuerda desde fuera, se abría la puerta.

La alimentación, como ya hemos dicho, estaba basada en los productos que se obtenían de las huertas así como de los animales que se criaban en todas las casas. Sólo en lo imprescindible se completaba con lo que se compraba en las tiendas.

Del campo y de las huertas se cogían las uvas, que colgadas, aguantaban hasta Navidad, y los melones, tomates, pimientos, ajos, bajocas (judías, que se consumían verdes, en la vaina, o secas, como alubias), garbanzos, patatas, cebollas, etc., etc., además de la fruta. Cuando no era la época, entonces se comían higos secos, cacahuetes, altramuces, tomates y pimientos en aguasal, etc., etc.

En todas las casas había un corral, más o menos grande, donde se criaban gallinas, conejos, y uno o más cerdos; de las gallinas se aprovechaban los huevos, aunque muchas veces se vendían al recovero. En  circunstancias excepcionales, como cuando una mujer paría o alguien estaba enfermo, se mataba una gallina, de la que el caldo era muy apreciado; y en las fiestas importantes, se mataba un pollo o un conejo.

Todos los años a finales de noviembre o principios de diciembre, se mataba el cerdo, que había sido engordado con amasado de harina de cebada durante todo el año, desde que se compró siendo guarín o primal, hasta que, por esos meses, alcanzaba diez o doce arrobas de peso, y se mataba.

El día de la matanza (el mataero) era una fiesta en cada casa, de lo que  después hablaré más extensamente.

La carne del cerdo se conservaba de diferentes formas, y la intención era que durara hasta que, el año siguiente, se matara otro; el lomo y las costillas, se freían en trozos y se echaban en aceite, y se guardaban en orzas; con carne magra se hacían chorizos y longanizas, y con la  sangre y cebolla, las morcillas; estos embutidos se freían y se guardaban en aceite; el tocino y los jamones y brazuelos se salaban como medio de conservación. Tocino se comía casi todos los días, pero de lo demás, sólo en contadas ocasiones, ya que  había que administrarlo bien, pues como dice el refrán “hay más días que longanizas”.

En muchas  casas era normal empezar el día comiendo una buena sartén de gazpachos.

Casi todos los hombres fumaban, mientras que de las mujeres no lo hacía ninguna. Se fumaba, sobre todo, tabaco de liar, que se vendía en botes  o  pastillas, ambas del mismo producto, pero la segunda del doble o más capacidad que el primero; a pesar de su nombre, eran envoltorios de papel, con el escudo de España impreso en color verde.

Había también cajetillas de la marca “Ideales”, que eran de dos clases: unos en paquete verde, y los cigarrillos liados en papel de color amarillento, de muy baja calidad, y los de cajetilla en color azul, de gran calidad, con los cigarrillos liados en papel blanco, que estaban mal liados, y que de cada dos cigarrillos se sacaba tabaco para liar tres normales.

Los hombres solían tener las puntas de los dedos amarillentas, de tanto tocar el tabaco al liarlo; y no todos lo hacían con la misma habilidad; recuerdo que mi padre liaba unos cigarrillos perfectos. Por aquellos años aparecieron los cigarrillos ya liados, de la marca Celtas, y pronto empezó a consumirse tabaco de marcas de  Canarias.  El tabaco rubio era muy escaso, recuerdo el de marca Bisonte y el Jirafa.

En cuanto al vestido, era poco variado. Las mujeres jóvenes vestían faldas y blusas o jerseys de colores, pero después de casarse, era frecuente que ya se vistieran de negro permanentemente.


Tendido de la plaza de toros. Puede observarse la forma de vestir los días festivos,
tan “formal” (trajes, corbatas, algún sombrero) que contrasta con las gafas de sol,
que hoy nos parecerían modernas.

Los hombres que iban al campo, en verano llevaban abarcas, un calzado de goma,   y en invierno, botas, pantalones de pana, y una chaqueta o una blusa; (la blusa era una prenda de tela de color gris oscuro, cortada por debajo de los hombros, con unos grandes bolsillos, y que llegaba hasta la mitad del muslo); en la cabeza llevaban boina o gorra.


En la Fiesta o en las Pascuas, todos, incluso lo niños, estrenábamos traje.

Los chiquillos, hasta los trece o catorce años, llevábamos pantalones   cortos durante todo el año, sujetados con tirantes. En invierno nos poníamos un pasamontañas, enrollado por encima de lasorejas, o bajado hasta abajo, si el frío apretaba mucho. Solíamos usar guantes de lana, hechos por nuestras madres, al igual que los calcetines.

Las mujeres nunca llevaban pantalones.

Los animales domésticos.   En las casas había animales que casi “formaban parte de la familia”. En general eran animales de los que se obtenía un provecho, y raramente se tenían como “mascotas”.

En el corral de cada casa se criaban gallinas, y en un apartado, la gorrinera, se engordaba uno o dos cerdos; menos frecuente era criar conejos. Sobre “el gorrinico de San Antón” hablamos en otro apartado. Además estaban los animales de labor, mulas y burros que se utilizaban para tirar del arado, del carro, o, directamente, se echaba la carga sobre ellos.

Recuerdo un solo caballo, el que tenía Antonio Tolsada,  quien  de vez en cuando lo montaba para moverse por las cercanías del pueblo.

Era  habitual que cada familia tuviera uno o más gatos, que cazaban los ratones y se movían por la casa con total libertad. Y algunas personas, como los pastores, tenían un perro que les ayudaba a controlar el rebaño, y algunos aficionados a la caza, tenían un galgo. Además, recuerdo a Sultán, el perro-lobo de Benito Marín,  que siempre estaba suelto porque no era peligroso, y a Estuff, el que tenía el boticario D. Jesús, que, al menos en apariencia, era mucho más fiero, y siempre estaba atado o controlado por su amo.

Como se dice en otro lugar, en los corrales de la fábrica de harinas, tenían varias vacas lecheras.  Y durante cierto tiempo, tuvieron un pavo real, que fascinaba a los chiquillos cuando abría la cola.

EL TIEMPO LIBRE. LOS CASINOS Y BARES.

Los casinos eran centros muy importantes en la vida del pueblo, pues los hombres pasaban en ellos muchas  horas  del  día,  sobre  todo  en  los  meses  de  invierno,  cuando  el  campo  requería  poca dedicación, y era frecuente pasar las tardes enteras en ellos, jugando a las cartas o al dominó.

Uno de los casinos era el de Antonio Ibáñez, situado en el sótano de los locales del mismo propietario donde se hacía el baile y el cine. A este casino se entraba desde la calle Ramón Franco, bajando unas escaleras, y desde la carretera del Pozo, por un callejón que llevaba a la pista, y desde esta se entraba en el casino.   Era un salón rectangular, con una barra muy pequeña, un pequeño retrete, de aquellos con una plataforma en el suelo, en la que se apoyaban los pies y con un agujero en el centro.

Por aquellos años (o quizá alguno después) y como consecuencia de la herencia de sus padres, Agustín, un hermano de Antonio, se quedó con el casino, y Antonio con la carnicería que hasta entonces había regentado Agustín;  y ellos, con sus respectivas familias, se cambiaron de casa. Como Jacobo y Agustín, eran de mi pandilla, yo seguí muy de cerca aquel cambio.


(Fachada del casino de Antoñín, el Café Nuevo Ideal).

 

 


(Paco Marín en su oficio de camarero en el casino de Antonio Ibáñez).


(Donde se ve la discoteca estaba la entrada al casino de Antonio Ibáñez,
y al lado, hacia abajo, el baile y el cine).

Otros casinos eran el de Los Verdejos, enfrente de la casa de Esteban Cano y de la de El Catalán, el de Antoñín, en la planta alta de su casa y de la tienda que también regentaba, junto a la tienda de Benito Mínguez, en la esquina de la calle  Ramón Franco con la de Santa Quiteria,  con mucha luz y mucho sol por su orientación al sur, y el de Miguel El Maleno, que estaba junto a la fuente del estanco, frente a la casa de José Cano.


(Antoñín, su mujer y sus hijos, tras la barra de su casino).

La familia de los propietarios hacía todas las tareas, aunque recuerdo que en el de Antonio Ibáñez,  los días de fiesta trabajaba como camarero Paco Marín, cuyo oficio principal era el de sastre.


(En la parte superior derecha de la foto, se ve la fuente del estanco y parte del letrero
del casino del Maleno, el Café-Bar Regio).


En el casino del “Maleno” aparecen Paquito Navalón y Pedro “El Roscao” tomando una cerveza:
detrás, Miguel  y su hija Magdalena. (Pienso que la foto puede ser de 1964 o 65).

Los días de diario, se iba al casino después de comer, generalmente antes de las dos de la tarde, para tomar el café y jugar la partida de dominó, tute o truque (pagaba el que perdía), y después era frecuente continuar con otras partidas de los mismos juegos, o a la garrafina, al subastado, etc., en la que se jugaban pequeñas cantidades de dinero; por la permanencia durante este tiempo, que podían ser varias horas, en las que habitualmente no se hacía ninguna otra consumición, se pagaba “el puesto”, una peseta por cada uno de los ocupantes de la mesa. Recuerdo ver en alguna ocasión a mi padre  jugando al “tresillo” en una mesa en la que también estaban, que yo recuerde, Juan Miguel el de Prim, Rufo y  Julio “El Blando” (Julio estaba casado con Catalina, y vivía en una casa enfrente de la del cura)Si se quería jugar alguna partida “reservada” se ocupaba una habitación contigua de la vivienda deAntonio.

También se acudía después de cenar, con el mismo ritual que por la tarde.


Casino de Agustín. Antonio Tolsada , Catalina, Dª Antonia, Dª Dolores, D. José Martínez,
Pascual Megías, D. José Morillas y su mujer y Diego del Rey y su bella y elegante
mujer, Mª Luz Carrión. Al fondo, Quiteria Verdejo, esposa de Agustín.
Y al fondo, a la derecha, el botijo. (Foto cedida por José Morillas)

 

 

Los domingos y festivos, además de lo anterior, se hacía una  primera visita al casino    por la mañana, alrededor de las doce, para tomar el aperitivo, que, a veces, también se jugaba a una partida. El aperitivo solía consistir en tomar una  cerveza (una caña,  un “doble”  o un botellín de un quinto)  con una tapa, que era lo que se llamaba “el aperitivo”, y que consistía en unas patatas fritas, o unas cortezas, o unos calamares rebozados (el botellín de un quinto y el aperitivo costaba cinco pesetas y cincuenta céntimos, lo que hoy es poco más de tres céntimos de euro).

Recuerdo los trozos de piel de cerdo, de los que se sacaban las cortezas, puestos a secar tendidos como si fueran ropa en los alambres en la pista del casino de Antonio.

En los meses de calor, en vez de tomar el café, era frecuente tomar un refresco, que se hacía con un poco de jarabe de limón, fresa o zarzamora, y agua del botijo, con la que se llenaba un vaso grande. Se podía tomar con o sin gaseosa, que era de aquéllas de marca “El Vesubio”, de dos papelitos, uno blanco y otro azul, que se mezclaban en el agua, produciéndose una efervescencia que hacía más apetitosos y refrescante el producto.

En los casinos había uno o más botijos con agua, de la que bebían los clientes cuando les apetecía.

El mobiliario estaba formado por mesas de madera y sillas, también de madera, con el asiento de tabla o de anea, y había unos veladores metálicos con la superficie superior de mármol; para jugar la partida, si era de dominó se colocaba sobre el tablero de la mesa una piedra de mármol blanco, sobre la que, con un lapicero, se anotaba el resultado de la partida; si se juagaba a las cartas, se colocaba un tapete verde de fieltro.

Para caldear el local se usaba una estufa de leña, a la que se dirigía todo el que llegaba de la calle, generalmente con mucho frío, para entrar en calor,  y alrededor de la cual se formaban animadas tertulias.

Se contaba que en una ocasión se acercó a la estufa del casino el practicante, Quijada, que llevaba un poblado bigote; abrió la tapa, escarbó en el interior con el gancho, y, al cerrar de nuevo la estufa, salió un fogonazo por los tubos de respiración, y le quemó el bigote.

No era muy frecuente tomar una copa, pero cuando se hacía, era una copa de coñac, o de anís;
pero no se tomaba wisky, ni ginebra, ni ron, ni esas bebidas tan habituales en la actualidad.

Los bares eran locales en los que no había mesas, o muy pocas, y a los que se acudía solo para tomar un aperitivo. Recuerdo el bar de Floro, que después lo cogió Pascualete, instalándolo en una habitación de su casa.

Las mujeres no iban al casino ni al bar.

Otra forma de pasar el tiempo para muchos hombres viejos, era haciendo guita o plaita, en algún lugar soleado, previo picado con una maza de madera del esparto que se cogía en la Sierra.

Algunos hombres iban a cazar; mi padre cazaba perdices  en el “puesto”, y yo iba con él de vez en cuando.

El puesto era un corralito de piedra, donde se metía el cazador para no ser visto por las perdices; enfrente, a cuatro o cinco metros, se ponía la jaula con la perdiz, que cantaba y atraía a las del campo, y cuando éstas se acercaban y se ponían a tiro, el cazador disparaba la escopeta. A veces se llevaba un pollo de pocos días de vida, al que se tiraba de las patas para que piara y estimulara de esta forma a la perdiz de la jaula para que cantara.

En los días de invierno se cenaba muy temprano, poco después de oscurecer, así que las noches se hacían muy largas, y las veladas se pasaban jugando a las cartas, a la lotería, al parchís, o simplemente charlando u oyendo la radio; esto último no siempre era fácil, pues había muchas interferencias y se oía muy mal; yo recuerdo como mi padre la encendía para oír a las diez de la noche “el diario hablado de Radio Nacional de España” que emitían, obligatoriamente, todas las emisoras; por aquellos años se produjo la invasión de Hungría por las tropas soviéticas y la radio informaba de este hecho con gran dramatismo; recuerdo   haber oído que el presidente de este país había dicho, propósito de la invasión y de la resistencia del pueblo húngaro: “todas las naciones nos admiran, pero ninguna nos ayuda”.

Los aparatos de radio eran todos eléctricos, pues los tansistores de pilas no aparecieron hasta unos años más tarde.

LA FIESTA. LAS PASCUAS. JUEVESLARDERO. LAS ROMERIAS. LA MURGA. LOS QUINTOS. EL BAILE. EL TEATRO. LAS VERBENAS EN EL JARDÍN.

El día 22 de mayo era el día grande de la Fiesta de Santa Quiteria, la patrona del pueblo, que duraban casi   una semana. Durante estos días todos nos poníamos nuestras mejores ropas, y era habitual que estrenáramos un traje.

La Fiesta   mezclaban un fuerte componente religioso con otro profano: todos los días había misa, a la que asistían muchas personas que normalmente, los domingos, no lo hacían; había dos procesiones: la del día  22, con la imagen de Santa Qujiteria, y la del 23, con la de Santa Quiteria La Vieja (la tradición dice que cuando se trajo al pueblo la imagen nueva, se hizo la procesión con ella, y ese año cayó un pedrisco que destrozó las cosechas; por eso, desde entonces, cada año, después de hacer la procesión con la imagen nueva, al día siguiente se hacía, con tanta o más devoción, con la vieja).

Pero los bailes, en sesiones de mañana, tarde y noche, eran apoteósicos. Comenzaban a las doce de la mañana, y, con breves descansos a mediodía y para la cena, se prolongaban hasta las tres o las cuatro de la madrugada.


La foto esta hecha el dia 3 de Mayo de 1961. Empezando por arriba de izquierda a derecha son : 1º Valentin Perez ( fallecido en Barcelona hace mes y medio, 2º Francisco el de " Botija " ,3º Diego el " Palomo ", 4º Juan Jorquera ( ya fallecido ) 5º Fernando " el pajarete ", 6º Juan Navarrete ( Director de la Banda )
7º Tiburcio Cano ( hermano de " Chipe "   ( fallecido ),  8º Felipe " el pajarete " ( fallecido ),
9º Antonio el de David ( fallecido en acidente aereo ) 10º Tomas " Caldereta ," 11º Pepé " Botija " ,
12º Juan el de " Villora " ( 13º un niño de Alpera ) 14º Romulo " el Palomo "
15º Tiburcio Cano ( hijo de José el de " Tartaja " 16º Martin el hermano de Juan Jose el
de Cuchara , 17º Ernesto " el Palomo " 18º Abraham hijo de Paco el de Abraham ( vive en Jativa )
19º Femin Navarrete ( hijo d el Director de la Banda ) 20º Alfonso " el Rojete "
21º Diego el de Abarcas ( fallecido hace 7 u 8 años ,)  22º Cándido Marín , 23º Tomas el "  Pintor "
24º Miguel el de " Zaragata " 25º Juan Antonio el de " Villora " hermano de el nº 12

Además, la banda de música daba un pasacalle cada mañana, y una tarde se hacía en el Jardín el reparto del  “rollo de Santa Quiteria”, de masa sin levadura, adornado con figuras geométricas, que cada familia debía recoger para evitar desgracias durante el año.


Los rollos de Santa Quiteria.


1969. Bailando “Manchegas”. A las guitarra, entre otros,
los hermanos Pascual y Obdulio García (“Caldereta”).

El resto del tiempo se llenaba con carreras pedestres o en bicicleta, algún partido de futbol en el Molino de Viento, bailes de manchegas, paseos por los puestos de caramelos y turrones o subiendo a las barcas, a los caballitos o a las cadenetas. Recuerdo que cada una de las barcas llevaba un nombre: una era “viaje de sport”, otra decía “qué bien se va”, y la tercera, “no me mareo”.


El puesto de turrón de Lucas Fortuna.(Aquí, con Emilia, su mujer)



y el de Paco el Marto. Se ve muy claro la forma de vestir de los niños y niñas en La Fiesta.

Algún año venía un circo, y un año hubo corrida de toros, en la plaza que se preparó a tal efecto en un bancal de la Calle Nueva, detrás de la casa de Aurelio; dese entonces, aquel sitio se conocía como “la plaza de toros”.





(Antes de empezar la novillada, hay un desfile de carrozas, motos y bicicletas).

Era frecuente que lloviera e hiciera frío, y esto, que para los mayores no era un problema, pues pasaban el día en el baile o en el casino, a los chiquillos nos fastidiaba mucho la diversión.


Algún año se instaló una tómbola en un almacén enfrente de la posada
(La tómbola. A la derecha se distingue al cura, D. Vicente, y a la izquierda, a Francisco, el sacristán).

Estos días se mejoraba la comida, pues en todas las carnicerías mataban, y alguna familia mataba un pollo para hacer paella. Además, se hacían pastas (magdalenas, galletas, rollos, suspiros, etc., etc.).

ntonces nadie tenía cámara de fotos, y los únicos que disponían de alguna eran profesionales o semiprofesionales que acudían a los pueblos en las fiestas o en las Pascuas. A Higueruela siempre venía un yerno de la Joaquina de Guerrilla que vivía en Almansa y pasaba estos días en el pueblo, haciendo fotos (retratos) a las parejas, a los grupos de amigos, a las familias y a todo el que quería; el sitio donde más fotos se hacían era en el jardín, que algunos años ya estaba verde y florido.

Luego los afectados iban a la casa de Joaquina, donde se cogían las fotos. Y un año, Cándido, Aurelio y yo nos encargamos de repartir las fotos, cobrando lo que valían, y después  llevábamos el dinero al fotógrafo que nos daba una propina; pero se nos perdió alguna foto y nos faltaba dinero; subíamos los tres  en la moto con el fotógrafo, una Vespa, por la cuesta del Castillo, hacia la casa de su suegra, pero con tanto peso, no pudo subir, se volcó un poco la moto, y aunque no nos hicimos ni un rasguño, dijimos que nos dolía mucho una pierna, y aprovechamos para irnos a nuestra casa, dejando las cuentas para otro día.

(Por cierto, Joaquina no sabía leer ni escribir, y como tenía varios hijos viviendo en Barcelona, mi madre le escribía las cartas a sus hijos, y le leía las que recibía; ella, que era costurera, nos cosía alguna camisa o calzoncillos).

A la Fiesta  le seguían en importancia Las Pascuas (Navidad) con sus tres días de duración, 25, 26 y 27 de diciembre, en los que había baile igual que en la Fiesta.

En  Nochebuena  se  empezaba  con  la  misa  del  Gallo,    con  mucha  asistencia,  cantando villancicos y tocando la zambomba, la pandereta y las postizas. Después, cada pandilla de muchachos o muchachas se juntaba en una casa y hacía una gran cena a base de carne de cordero frita,  bien regada de vino y licores y con abundantes mantecados y polvorones. Después de la cena seguía la juerga hasta altas horas. A pesar del frío que hacía, las calles estaban muy animadas durante toda la noche.


(De pie: Diego, Mateo López, Cesáreo, Jacobo, Aurelio y Agustín;
agachados: Cándido, Cosme, Vicente y Ángel. Nochebuena 1965).

Los chiquillos de mi pandilla nos juntábamos en la casa de alguno, y la madre correspondiente nos hacía una sartén de huevos fritos para cenar.

Como se ve, no podemos decir que fuera una noche muy familiar.

El día de Noche Vieja había un baile especial,   organizado por una comisión, en el que se tomaban las uvas y se  servía cuerva a discreción. La entrada era más cara que las de cualquier otro día, pero daba derecho a asistir acompañado de dos mujeres (normalmente, la novia y la suegra). En este baile se tiraban confetis y serpentinas, había matasuegras y, en general, mucha animación. Ya he dicho lo que hizo un año el cura con las muchachas que fueron al baile y pretendieron comulgar al día siguiente.

Año Nuevo y Reyes eran otros dos días grandes de fiesta, lo que se reconocía por las largas sesiones de baile.

Un año se hizo una cabalgata de Reyes, que salió desde la fábrica de harinas, hizo todo el recorrido por varias calles del pueblo hasta llegar a la Replaceta, donde se había instalado el belén; yo, con mi traje de comunión y unas alas de cartón adornadas con papelillos de seda, hice de ángel llevando la estrella, y creo que Isabel del Rey hizo de Virgen María.  Había pastores con corderos, y muchachas que llevaban pollos o gallinas, y algún pato; recuerdo que algunos de estos animales se entretuvo picando los papeles de seda de mis alas. Allí, delante del belén, los Reyes repartieron los juguetes a los chiquillos.

Cada año, el jueves anterior al miércoles de ceniza, es decir antes de empezar la Cuaresma, se celebraba Jueveslardero, otra fiesta de gran tradición en Higueruela; era, si el tiempo lo permitía, un día campestre, pues los chiquillos desde  la escuela,  los jóvenes por su  cuenta,  y muchas personas mayores salíamos al campo a media mañana, con nuestra merienda, para comer en el campo, volviendo a media tarde y acabando, como no, en el baile.


Si llovía o nevaba, los chiquillos lo celebrábamos en la escuela, y los demás en pandilla, en alguna casa.


(De regreso al pueblo, un Jueveslardero, después de pasar el día en el campo).

Recuerdo especialmente un año en que preparamos desde varios días antes en la escuela las canciones que íbamos a cantar al salir y al volver; una tenía   este estribillo   para la salida del pueblo:“Pi, pi, pan, los de Jueveslardero ya se van”, y para la vuelta, por la tarde : “Pi, pi, pi, los de Jueveslardero están aquí”; una de las estrofas era: “De huevos y chorizos traigo un atracón, cualquiera mañana estudia la lección”.

Dos veces al año, en mayo y   octubre, se hacía una romería a Oncebreros, en la que participábamos la gente de Higueruela y la de la Hoya, pues alguien había donado una imagen de la Virgen de Fátima para los dos pueblos, de manera que debía estar medio año en cada iglesia; al hacer el intercambio de la imagen, se llevaba desde un pueblo a Oncebreros, y allí la recogían los del otro, y seis meses después, al revés.


(La ermita de Oncebreros, en la actualidad)

Esos días se acompañaba la imagen en procesión, cantando las canciones típicas a la Virgen, como aquella de “El trece de mayo, la Virgen Marta, bajó de los cielos a Cova de Iría..” y al llegar a la aldea había una misa, primero en un altar improvisado, y años después en una ermita que se construyó en el límite de los dos términos municipales;   después había algún partido de futbol, y a mediodía, dispersos por el campo nos comíamos la merienda que llevábamos.


Romería de Oncebreros. Grupo de jóvenes asistentes, y algunos chiquillos, Cándido entre ellos, mirando.


Romería de Oncebreros, en los años 50.

Muchos años, este día, que debía ser de hermanamiento entre los dos pueblos, acababa con alguna discusión, pues prevalecía la rivalidad de los dos pueblos vecinos.

Un año se hizo una murga, que era un desfile de carnaval, en el que se satirizaba sobre los temas de actualidad. Aquel año subieron en una carroza al Chinchillano, un chiquillo muy delgado,  y éste recitaba “El queso y la mantequilla es lo que me ha hecho esponjar”, en alusión a las meriendas que tomábamos en la escuela con los productos enviados por los americanos.


La Murga. (Lucas Fortuna, como botones del Hotel Ritz)

 

Cada año, después de medir a los mozos que entraban en quintas, estos se reunían durante varios días, comiendo y cenando en una casa que alquilaban, y saliendo por el pueblo   haciendo bastante el gamberro; recuerdo que un año cantaban:

La quinta el 58, acabamos de cenar
y nos vamos “cal” Maleno a tomarnos “la cebá”.
Si en sus andanzas por la calle se cruzaban con una muchacha, le decían toda clase de burrerías.

En las noches de San Blas y La Candelaria, a primeros de febrero, se hacían lumbres en las calles, en las que se quemaban muebles y trastos viejos de cada casa; los chiquillos y muchachos saltábamos por encima, en contra de lo que nos decía nuestra madre si nos veía, que tenía miedo de que nos quemáramos.


Mientras duraban las lumbres ardiendo, se tiraban petardos y carretillas, que hacían que los que se cruzaban con ellas, tuvieran que correr para evitarlas.

Muchas  fiestas,  como  hemos  visto,  acababan  en  una  comilona;  y  cuando  un  grupo  de muchachos se juntaban, sin un motivo determinado, para hacer una de estas comilonas, se decía que estaban de zahora.

Ya hemos dicho que la principal diversión de las fiestas era el baile; este se hacía en un local encima del casino de Ibáñez, junto al cine. Era una sala rectangular, de unos 30 metros de largo por 10 de ancho, en la que se ponían bancos junto a las paredes, en los que se sentaban las muchachas y sus madres; los muchachos daban vueltas, y sacaban a bailar a una  muchacha, con la que bailaba una pieza (si eran novios bailaban todo el tiempo juntos) y después se buscaba otra muchacha, y así toda la tarde; a veces, dos muchachas a las que no habían invitado a bailar, lo hacían juntas, y en este caso, dos muchachos se les acercaban a separarlas, y cada uno bailaba con una.

La música era de una orquesta en la que tocaban Tomás el de Caldereta, Paco El Gafas y alguien más que no recuerdo; en las Fiesta se contrataba una orquesta forastera.


La orquesta del baile.


Paco El Gafas, Herminio el Tito y, detrás de Lucas Fortuna, se adivina al hermano de Paco.

Durante las Pascuas y la Fiesta, el baile se hacía en el local del casino, y el casino se ponía en el piso de arriba, junto al cine

Durante el verano se hacían verbenas en el jardín, y algún baile en la pista, junto al casino.

El local del cine, también de Antonio Ibáñez, era gemelo del local del baile, y se comunicaban entre sí con dos puertas.

El cine tenía un escenario, en el que estaba el telón, y en el que nos sentábamos algunos chiquillos, a los que no nos importaba ver las imágenes desfiguradas estando tan cerca.

El patio de butacas estaba ocupado por varias filas de sillas de anea, unidas por el respaldo con una  tabla, y detrás, otra serie de filas de bancos de madera que eran más incómodos, y en los que se colocaban más o menos personas según lo apretadas que se pusieran. En el gallinero también había bancos, y la entrada era más barata.

En aquellos años había una sesión cada domingo por la noche, después de la cena, y siempre se llenaba la sala, con independencia de que la película fuese de un tipo o de otro, y de mejor o peor calidad.


(Carmen, Vicenta y Anita, en la puerta del cine, con los “cuadros” colgados,
varias personas mirándolos y otra sacando la entrada en la taquilla).

La película (“la cinta”) venía en unas latas de metal, tres, en cada una de las cuales venía un rollo; como sólo había una máquina de proyectar, al acabar la proyección de un rollo, había que parar para montar el otro; después del segundo rollo, se hacía un descanso, y la gente pasaba de la sala del cine a la del baile, donde había una barra y se servían cervezas o refrescos.

El operador que manejaba la máquina era Tomás, el mismo que tocaba en el baile; el taquillero era Herminio el Tito (o su hermano Antonio, no lo recuerdo bien); tampoco recuerdo quien era el portero ni el acomodador. Creo que la entrada costaba dos pesetas.

A media mañana se colgaban “los cuadros”, que eran cartones con fotogramas de la película que se clavaban en un bastidor de madera. De esta forma nos enterábamos de la película que íbamos a ver por la noche.

En general no había mucha rigidez en cuanto  a la entrada de menores a cierto tipo de películas, aunque todos los domingos el cura colocaba en la cancela de la iglesia una nota con la calificación moral, que iba desde el 1, tolerada para todos los públicos, hasta 4, gravemente peligrosa.

Recuerdo  el miedo que pasé en la película “Los Crímenes del Museo de Cera”, y el tiempo que me duró la impresión que me causó.

También recuerdo cuando echaron ”El último Cuplé”, de Sarita Montiel, que vino precedida de una gran expectación, pero a la que no dejaron entrar a los menores. Tanta fama tenía, que hasta vino un camión desde Bonete  lleno de muchachos para verla.

En ciertas ocasiones se representaba en el salón del cine alguna obra de teatro, en la que actuaban gente del pueblo; recuerdo cuando se hizo “La Puebla de las Mujeres” y “La Hermana Alegría”, en las  que actuaban, entre otros, mi padre y el primer delegado del trigo que he citado.

En el pueblo se vivía como una fiesta propia la feria de Albacete, a la que muchísimos higueruelanos acudíamos al menos un día; salíamos por la mañana en el coche de Mira, que esos días siempre iba hasta los topes, pasábamos el día en Albacete, visitando esa  misma mañana el recinto de la feria, con sus múltiples atracciones; después de la comida, era habitual asistir a una corrida de toros, o a la charlotada, o a una sesión de circo; a las  siete  cogíamos otra vez el Coche de Mira para  volver al pueblo. Recuerdo el presupuesto que hacía mi padre para llevarnos a mi Pepe y a mí: veinte duros (cien pesetas) para cada uno, que se distribuían así: 40 pesetas para el billete de ida y vuelta, veinticinco pesetas para la comida en el Hotel París, otras veinticinco para la entrada a la charlotada y las  diez  restantes  para  tomar  algún  refresco,  subir  en  alguna  atracción  y  comprar  pasteles  que traíamos a la vuelta.


LOS MATAEROS. El gorrinico de San Antón.

El día en que se mataba el gorrino en cada  casa, el día del “mataero” era un día muy especial, que tenía un doble componente: por una parte era un día de mucho trabajo, y, de otro, era un día de fiesta, en el que incluso ese trabajo se hacía en tono festivo y lúdico.

La época del mataero era a finales de noviembre o primeros de diciembre. El día empezaba muy temprano, casi al amanecer, cuando llegaba el matachín, aunque ya horas antes se había levantado la familia, y empezaban a llegar los invitados, los vecinos y las mujeres que iban a ayudar en las tareas (Bibiana, la madre de Antonio el Roscao, ayudaba en  muchas casas)

El día anterior había que traer de la fuente el agua necesaria, que era mucha;  las máquinas de picar y embuchar; las tripas debían estar lavadas y listas; la sal para el tocino y los jamones, y las cebollas para las morcillas,  a punto,  y había que tener las aliagas secas dispuestas para churrascar el cerdo después de muerto.

Se sacaba la mesa, que se colocaba en el corral o en la calle, y cuando llegaba el matachín se sacaba el gorrino de la gorrinera, y cogiéndolo entre varios hombres, lo echaban a la mesa,   lo sujetaban con fuerza, pues el animal gruñía e intentaba soltarse con todas sus fuerzas, y el matachín hacía su tarea. Cuando el gorrino estaba muerto, se le chuscarraba la piel; en esta fase ya empezábamos a participar los chiquillos, que hasta ese momento estábamos expectantes, pero algo retirados para no estorbar.

A continuación, el matachín pasaba una piedra adecuada para  rascar la piel todo lo posible, y después se lavaba, con abundante agua que previamente se había calentado en la lumbre. Terminado el lavado, se colocaba el animal como de rodillas sobre la mesa, y se descuartizaba, con un orden determinado, que empezaba cortando el rabo, que lo chiquillos llevábamos para asarlo en la lumbre, y seguía más o menos  así: se cortaba la cabeza, después el lomo, y así se continuaba hasta que todo el cerdo estaba despiezado. Todo esto duraba varias horas, y a partir de ese momento  se empezaba el picado de la carne, en una máquina con una manivela que había que mover dando vueltas con la mano, a la vez que se cortaba el lomo en dados, y las costillas, que se freían y se ponían en aceite en orzas de barro.

Una vez picada la carne, se mezclaba en lebrillos en la proporción oportuna  y se le echaban las especias que correspondiera para hacer los chorizos, la “guarreta”, o las longanizas, para lo que había que poner la carne en la máquina de embuchar, colocando la tripa en la parte inferior, y apretando con fuerza para conseguir que la carne se metiera en la tripa; se mezclaban los hombres, haciendo lo que más fuerza requería, y las mujeres, que hacían  todo lo demás. Y mientras tanto, siempre había alguien junto a la lumbre asando tocino, magra, las orejas, etc, que se iba comiendo entonces mismo.

El plato principal de la comida de ese día era el ajo de mataero, que se hacía a base de hígado, ajo y pimentón, con piñones; en el postre se comían melones o uvas que se mantenían desde que se cogieron, colgados en las “moldás”.

Era habitual que se preparase un pequeño surtido de magra, embutido, etc, , “el presente”, que se enviaba a ciertas personas a las quería agasajar.

Por supuesto, los chiquillos de la casa y los amigos invitados, tenían justificado no ir a la escuela ese día.

(Cada año, se dejaba suelto por el pueblo un gorrinico que se iba alimentando de lo que en cada casa le ponían de comer y cuando ya estaba gordo, se sorteaba y lo que se sacaba de la rifa se
entregaba a la iglesia. Era conocido como el “gorrinico de San Antón”).

LA EMIGRACION.

Por aquellos años, Higueruela era tierra de emigrantes, pues algunas personas, solas o con su familia, iba a otras tierras a buscar un mejor modo de vida.

Había gentes que salían del pueblo a trabajar fuera, unas veces de temporada, y otra durante años, pero en todo caso con el propósito de volver, de manera que dejaban a la familia en el pueblo: En esta situación podemos citar a los que  cada año, por el mes de septiembre, iban a Francia a la vendimia y otros que iban “al Reino” (Valencia) a la recolección del arroz donde pasaban tres o cuatro semanas, y volvían   con dinero para poder subsistir hasta que comenzara la siega y la trilla en Higueruela.

De mayor duración era la emigración a Alemania o Francia, que comenzó por entonces, y recuerdo a Adrián Feri, padre de Vicente, que estuvo allí varios años.

Otras veces, la gente que salía del pueblo, lo hacía con su familia, con ánimo de establecerse de forma permanente en el nuevo destino, que solía ser un pueblo industrial de las provincias de Valencia (Liria, Onteniente, etc.) o Alicante (Elda, Novelda, Villena, Petrel, etc., etc.).

Otros se hicieron funcionarios, y fueron destinados en diversos lugares, donde permanecieron, y venían al pueblo en vacaciones. Sería el caso de varios maestros, como D. Aquilino, en Monte Alegre, y después en Almansa, D. Felipe, en Ollería, D. Magín en Minas, o D. Matías en Murcia, o de Diego del Rey, Ayudante de Obras Públicas, que se estableció en Murcia, donde vivió hasta su muerte, y donde sigue viviendo su viuda, Mª Luz, y sus hijos.

(Inciso.  Los maestros citados,  junto con mi  padre  y  D.  Antonio  Tolsada,  eran  todos  de  una  edad aproximada,  y    se  hicieron  maestros  por  la  influencia  que  ejerció  sobre  ellos  otro  maestro  que  hubo  en Higueruela, D. Benito, que les ayudó en los estudios).

Más reducida era la emigración a América, de la que recuerdo el caso de Sebastiana, una prima de mi padre y también prima de Durán, el panadero,  que vivía en Argentina, y por aquellos años vino a Higueruela acompañada de otra prima común, que vivía en Lerena (Badajoz), Matilde, y un una sobrina de esta.




Billete de UN PESO ARGENTINO que Sebastiana dejó a mi padre como recuerdo de su visita.

También recuerdo a una hermana de Perico El de los Conejos, casada con un señor llamado Claudio, vivía en Venezuela. En aquellos años vinieron a Higueruela, con sus dos hijos, algo menores que yo, donde, después de que el marido regresara,  se quedaron varios meses, viviendo en una de las casas del cuartel viejo; los hijos fueron a la escuela de mi padre, y me acuerdo de que me regalaron un coche de color azul claro, brillante, de aquellos que frotando varias veces las ruedas traseras contra el suelo, el coche cogía impulso y caminaba solo varios metros.

Una noche en que mi madre y mi tía María fueron a hacer una visita a esta mujer me llevaron con ellas. Allí  estaba también su hermana, Rosa, que era más joven, y soltera; tendría unos veinte años y era muy guapa. Durante la conversación de las mujeres, hablaron de muchas cosas y yo me aburría; hasta que hablaron de las labores de ganchillo, y Rosa dijo que  se había hecho las  bragas que llevaba, y conforme lo decía se subió la falda  para que vieran la prenda; yo recuerdo haber sentido una  sensación  muy  agradable  al  contemplar  aquellos  muslos,  algo  pecosos,  creo  recordar,  tan lustrosos.


(Rosa con sus sobrinos Claudio y Pedro, y Mara, de los fideos el día de
Santa Quiteria).



Rosa, cuando tenía 20 años, en Venezuela.

LOS IMPUESTOS: LA CONTRIBUCION Y LA FISCALIA DE TASAS. EL CORREDOR.

Por entonces se pagaban pocos impuestos, o, al menos, no había conciencia de ello. No obstante,  recuerdo  a  aquel  funcionario  que  venía  una  vez  al  año  a  la  posada  para  cobrar  la contribución; se echaba un bando, para que la gente se enterara, y todos lo obligados acudían para pagarla, haciendo largas colas durante varios días. (Igual que ahora, es el único impuesto que se paga voluntariamente en tan alta  proporción).

Recuerdo que de vez en cuando venían  al pueblo dos o tres hombres, en un Land Rover, y se decía que eran de “la fiscalía de tasas”; visitaban algunas tiendas, con gran alarma y disgusto de los afectados, que , al parecer, casi siempre eran sancionados con una multa.

Y había una figura, la de “El Corredor”, que se encargaba de cobrar los arbitrios municipales que gravaban las ventas de productos que se hacían en el municipio, así como por matar el cerdo, etc.

Cada año, o dos, no lo recuerdo bien, el Ayuntamiento convocaba un  concurso para cubrir esa plaza, para que el concesionario cobrase esos impuestos, quedándose con el importe que sacara, a cambio de una cantidad previa que éste entregaba al Ayuntamiento. Los interesados presentaban su oferta, siendo adjudicataria  la de mayor importe; mi tío Paco, algún año sólo, y otros con otra persona, desempeñó el cargo durante algún tiempo.

LAS MANIOBRAS MILITARES.

Uno de  aquellos años, el Ejército realizó unas maniobras militares en la zona de la sierra, con gran despliegue de soldados y de tanques, que uno de los días pasaron por el pueblo, lo que fue motivo para que todas las gentes saliéramos a la carretera a verlos, como si fuera uno de los días de fiesta más importante. (Recuerdo que la carretera a la Hoya por donde pasaron los tanques,  que no estaba asfaltada, como ninguna otra que no fuera la General, quedó casi intransitable por el destrozo que causaron aquellas orugas metálicas).


El ministro del Ejército, ha presenciado hoy los ejercicios cumbres de la “Operación Albacete”
11 de julio de 1960.


LA HORA VIEJA Y LA OFICIAL.

A  veces  una  persona  mayor  preguntaba  a  otra  que  llevase  reloj    qué  hora  era,  y  cuando  le contestaban, por ejemplo, las siete, decía “¿pero la vieja o la oficial?”.

Es que pocos años antes, se había decidido oficialmente adelantar el reloj una hora, de manera que cuando antes eran las diez (la hora vieja), ahora eran las once (la hora oficial) y los viejos no se aclaraban mucho.



   
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